Por Juan Torres López
“No podemos construir un automóvil decente, ni un televisor… ya no tenemos siderúrgicas, no podemos otorgar servicios de salud a nuestros ancianos, pero eso sí, podemos bombardear tu país hasta hacerlo mierda, especialmente si tu país está lleno de morenos…”. George Carlin
Mucha gente identifica el capitalismo con la existencia de los mercados e incluso de las empresas pero eso es un grave error. Ambos existieron desde mucho antes que el capitalismo y seguirán existiendo cuando desaparezca, aunque sí es cierto que en cada sistema económico funcionan con características y funciones diversas.
El rasgo distintivo del capitalismo es que, primero, incorporó a la órbita del mercado recursos que antes se utilizaban fuera de él, como el tiempo de trabajo y la tierra. Antes se podía comprar o vender a las personas pero no se adquiría su fuerza de trabajo a cambio de un salario y la tierra se conquistaba o transmitía pero no se intercambiaba en mercados como se hace en el capitalismo. Ese hecho, y el que más adelante se hayan mercantilizado incluso hasta las expresiones más íntimas de la vida humana y social, hacen que el capitalismo se distinga no por haber creado, como a veces se cree erróneamente, la economía de mercado, sino la sociedad de mercado. Y, por tanto, someter la vida social en su conjunto al afán de lucro.
La utilización del trabajo asalariado y de grandes volúmenes de capital (físico y dinerario) en el seno de las empresas permite multiplicar la capacidad de producción y generar una gran acumulación que ha derivado, justo es decirlo, en un progreso innegable. Pero, al mismo tiempo, crea fuertes contradicciones y problemas sociales muy graves.
Aunque pueda parecer un simple juego de palabras lo que ocurre en el capitalismo es que para poder obtener beneficios hay que obtener cada vez más beneficios, lo que lleva a producir sin cesar y a hacerlo con cada vez menos coste. Solo con que no crezca la inversión, incluso aunque no caiga, no solo se estancan los ingresos y los beneficios sino que se reducen multiplicadamente.
Pero para obtener cada vez más beneficios produciendo sin parar es preciso reducir al máximo el coste salarial. Eso provoca muy a menudo la falta de sintonía entre el precio que se querría pagar por el trabajo y la posibilidad de vender todo lo que se pone a la venta. Si los capitalistas fuesen tan numerosos como para comprar la totalidad de lo que producen se podría pagar una miseria a los trabajadores, pero si éstos son los que compran la mayor parte de la producción, como en realidad ocurre, resulta que a medida que se les paga menos es menor la capacidad global de la economía para comprar la producción. Eso quiere decir que, lo quieran o no, cuando los capitalistas se ahorran salario puede ser que alguno gane individualmente más pero que, a nivel general, lo que provocan es que se agote la capacidad general de absorber la producción que entre todos generan. Y de ahí vienen la mayor parte de las crisis que de forma recurrente se vienen produciendo desde que el capitalismo existe.
Para evitar eso los capitalistas tienen que recurrir a diversos remedios (que no voy a comentar aquí) y uno de ellos es lograr que su producción se adquiera por quien no depende del salario para poder comprar, concretamente por el sector público. Es otra paradoja más del capitalismo: los capitalistas rechazan la actividad del Estado pero solo cuando favorece a otros porque constantemente reclaman al sector público que adquiera la mayor parte posible de su producción o que salve a las empresas cuando su estrategia de ahorrar salario produce una crisis.
Una de esas vías es el gasto militar. Prácticamente todas las grandes empresas mundiales sin excepción tienen una buena parte de su actividad dedicada a suministrar bienes o servicios al Estado y más concretamente a sus ejércitos. Es una forma muy rentable y no dependiente de los salarios de realizar su producción. Y no importa que la producción militar a veces simplemente se vaya almacenando o que destruya recursos cuando se utiliza, porque en el capitalismo la producción no se lleva a cabo en función de que sea más o menos útil lo que se produce, sino de que proporcione beneficios.
Es por eso que se alienta el crecimiento continuado del gasto militar, aunque ya sea tan alto (1,33 billones de euros en 2012) que hasta resulta claramente innecesario, pues con muchísimo menos de esa cantidad sería suficiente para destruir varias veces a todo el planeta. Un gasto tan elevado, irracional y desproporcionado (o mejor dicho, un negocio tan redondo) que solo se puede justificar si se generaliza la idea y se convence a la población de que vivimos en permanente peligro y de que hay múltiples enemigos a punto de atacarnos, cuando en realidad lo que hay de por medio no es otra cosa que el deseo incontrolado de ganar cada vez más dinero de las grandes empresas multinacionales.
Todos sabemos que la inmensa mayoría de los conflictos bélicos que se han producido en la historia de la humanidad se han debido a motivos económicos y también ahora ocurre así. Las últimas guerras de Irak o Afganistan o las que a menor escala se desarrollan en otros lugares del mundo tienen su origen, cada vez con menos disimulo, en intereses económicos. Pero, además de eso, lo que ocurre en el capitalismo es que la guerra y el gasto militar no solo sirven a intereses económicos sino que se han convertido en un interés económico en sí mismos.
En el capitalismo, la guerra no es solo un modo de producir satisfacción y dar poder a quien la gana, como siempre, sino que también se recurre a ella para resolver los problemas que producen el afán de lucro que le es consustancial y las contradicciones que se derivan del intento continuado de reducir el salario.
La conclusión es evidente. Aunque para saber qué hay detrás y el por qué de las guerras siempre ha habido que descubrir con nombres y apellidos a quienes se benefician de ella, hoy día también es necesario entender cómo funciona una economía que solo busca el beneficio privado de una parte de la sociedad a costa de los ingresos de los demás. Y la predicción subsiguiente es igual de obvia: mientras que ésto último se produzca, mientras perviva el capitalismo y la estrategia económica dominante sea ahorrarse salarios, no dejarán de sonar los tambores de guerra ni se acabarán de contar los muertos que produce.