Por Demetrio Castro
La triscaidecafobia, el miedo al número trece, aunque para ciertos sujetos puede ocasionar un estado obsesivo con ansiedad emocional propio de una fobia en sentido clínico, suele interpretarse como una superstición. No hay certeza sobre su origen en el tiempo ni cuáles sean sus raíces culturales, pero es un fenómeno propiamente universal y con cierto arraigo social. No se toma muy en serio, normalmente, aunque haya edificios que no rotulan con el número trece la planta superior a la número doce, o en los aviones no haya una fila trece numerada. No pocas personas, incluso, no nombran ese número, considerándolo de mal presagio. Al aproximarse 1921 circuló en España como broma en tertulias y periódicos que aquél sería un año infausto porque, si bien no era año acabado en trece, la suma de sus guarismos daba, precisamente, ese número. Si aquello tenía algún alcance es por lo que pueda reflejar de un estado de ánimo instalado en la sociedad española al comenzar la tercera década del siglo xx, con una extendida sensación de temor e incertidumbre, en no pequeña medida procedente de los distintos sucesos que en 1917 conmovieron gravemente la estabilidad del orden social y político. La prosperidad que para muchos sectores de la economía nacional supusieron los años de la Guerra europea, abasteciendo mercados y sustituyendo la producción de los países beligerantes, se evaporó casi nada más cerrarse las hostilidades y firmarse los tratados de paz. La inflación, que dejó la capacidad adquisitiva de los salarios reales muy por detrás de los precios, en especial para los empleados públicos con sueldos congelados, alimentó un descontento social que se sumó al fermento del activismo de inspiración anarcosindicalista, y derivó en repetidos problemas de orden público, con la terrible implantación del pistolerismo en Barcelona, los asesinatos de patronos y los ajustes de cuentas entre Sindicato Único y Sindicatos Libres, y una policía que lejos de solucionar el problema lo complicaba. Una dinámica de violencias desbordada. La sensación de inestabilidad, de alarma, se acentuaba con el incierto papel de las Juntas de defensa militares que el poder civil era incapaz de desactivar y cuya mera existencia suponía un serio menoscabo del orden constitucional. La reordenación política de Europa, con el hundimiento de los viejos imperios (alemán, ruso, austrohúngaro, otomano), el nacimiento de una pléyade de estados nuevos y una importante rectificación de fronteras se negoció sin participación alguna por parte de España, confirmándose así su condición de potencia secundaria. Algo que llevaría a intensificar el esfuerzo por asegurar el control efectivo, económico y militar, de la zona española del protectorado de Marruecos, para alejar la tentación francesa de asumirlo enteramente, reclamando al Ejército una efectividad que estaba lejos de tener. Todo un elenco de circunstancias y acontecimientos que contribuían a fundamentar un clima de pesimismo influido por una amplia literatura volcada sobre la excepcionalidad española (1). Sin embargo, vistas las cosas con perspectiva la situación no era tan distinta a la que vivían algunas otras sociedades europeas del momento.
- Un continente convulso, Europa en el cambio de decenio.
Los que acabarían por conocerse como Roaring Twenwties o Annés Folles, los de las grandes transformaciones de posguerra en la economía, en los usos sociales o en el arte; los del dinamismo desbordante, el consumo creciente y las novedades en casi cualquier terreno, del vestuario femenino a la música ligera, de la relativa generalización del automóvil a las proezas de la aviación, no fueron tampoco años faltos de sobresaltos e incertidumbres en Europa y Norteamérica especialmente en su primer lustro. El final de la Guerra mundial llevó, ante todo a las potencias vencedoras, un clima de optimismo y seguridad, y pronto una prosperidad material que no todos los países disfrutaron por igual, ni todos por igual dentro de cada uno. En los derrotados, y especialmente en Alemania, privada por los tratados de paz de una octava parte de su territorio de preguerra, de la décima de su población, sin contar los muertos en el conflicto, y también de sus colonias, las dificultades tanto económicas, con abrumadoras reparaciones de guerra pendientes y una inflación desatada, como las políticas, con el desafío de asentar un régimen nuevo tras la caída de la monarquía, delimitaron un panorama diferente donde la agitación social y política, extremada por milicias paramilitares, se mezclaba con un efervescente vanguardismo artístico, plástico y literario, que desbordaba los rigores de la censura militar de los ocupantes. Un panorama, también, de sombrío abatimiento en la vida cotidiana, como el de Austria vívidamente evocado por Stefan Zweig en sus memorias, de multitudes famélicas, hombres casi todos vestidos con ajados uniformes militares, inflación desaforada, mercado negro, miseria y, sobre todo, hambre (2). Ni el armisticio ni los tratados de paz habían supuesto, por otro lado, el cese de las acciones bélicas, y en distintos lugares de Europa se registraban conflictos armados, secuelas del que durante cuatro años había asolado la mayor parte del continente. No era ya la resistencia armada irlandesa frente a la dominación británica con su fase más virulenta en 1920, precipitando el tratado angloirlandés de finales de 1921que supuso el reconocimiento de la República de Irlanda. Era, en especial, la guerra que se libraba en los confines orientales del continente, la llamada Guerra de la independencia turca entre Grecia y la derrotada Turquía, que trataba de salvaguardar su integridad territorial. En agosto de 1921 la batalla de Sakarya supuso ya de modo definitivo el signo victorioso de la contienda en favor de los turcos, la consagración de Kemal Atatürk, la consolidación de la Asamblea Nacional y, a los pocos meses, la abolición del sultanato y el nacimiento de una república occidentalizante y modernizadora. Las rectificaciones de fronteras, creando más problemas que los que pretendían resolver, ocasionaron igualmente conflictos como en la Alta Silesia entre milicias alemanas y los nuevos dominadores polacos; o en las provincias bálticas del antiguo imperio ruso convertidas en tres estados cuya población germana, junto a voluntarios alemanes, mantuvo una resistencia armada con objeto de lograr un país único y alemán, el Baltikum. La renacida Polonia, por su parte, libró un encarnizado conflicto con la Rusia soviética reclamando territorios que sostenía le eran propios, y que concluyó en el tratado de Riga de marzo de 1921 con un reparto más o menos salomónico y más favorable a los rusos que a los polacos, incapaces de sacar partido de su victoria militar.
Aquella guerra polaco-soviética tuvo su razón de ser en lo mismo que casi cualquier otra guerra anterior: ambiciones e irredentismos territoriales, reclamando los polacos regiones perdidas con los repartos de su nación en el siglo xviii y los soviéticos los límites del imperio de los zares, recuperando los muchos miles de kilómetros cuadrados perdidos en diferentes fronteras. Pero también tenía carácter, por parte rusa, de guerra revolucionaria, de expansión internacional del régimen soviético. El triunfo de octubre de 1917 supuso para la facción bolchevique que lo capitalizó y para el marxismo que le proporcionaba base teórica, un conjunto de problemas estratégicos y doctrinales relevantes. El esquema marxiano de la revolución proletaria sostenía que ésta tendría carácter mundial y arrancaría allí donde el capitalismo, en su mayor desarrollo, crease condiciones de polarización extrema entre una reducida minoría de dueños de los medios de producción y un proletariado industrial creciente por la absorción de otras categorías sociales desclasadas e impregnado de una conciencia de clase cada vez más aguda. La evidencia de que, a finales del siglo xix, en los países de economía capitalista más avanzada no era eso lo que ocurría, sino al revés, dio lugar en el campo marxista a reinterpretaciones y acomodos teóricos diversos sobre la forma en que se produciría la revolución, y entre quienes más decisivamente contribuirían a ello estuvo Lenin. Más que nada, por ser el único que dirigió una revolución triunfante. Pero ya antes de 1917, como exiliado con más dedicación especulativa y polémica que activismo, trató el asunto en gran medida forzado por el hecho de que Rusia era de los países con menor desarrollo capitalista, un proletariado industrial escaso, y una masa campesina inmensa y despolitizada, por tanto sin condiciones para la revolución. De acuerdo con la ortodoxia, allí sólo podría advenir tras el triunfo del proletariado más organizado y mejor preparado políticamente de los países económicamente maduros. En un momento posterior llegaría a Rusia, porque, tenía escrito, al seguir el capitalismo en los distintos países ritmo desigual, el triunfo del socialismo no podría ser simultáneo en todos, sino que «empezará triunfando en uno o varios países, y los demás seguirán siendo durante algún tiempo, países burgueses o preburgueses» (3). Lo que resultaba incongruente es que el primer país de la revolución proletaria fuese uno de esos preburgueses, es decir sin revolución burguesa, porque entre otras cosas eso suponía que la tal revolución del proletariado sería tremendamente frágil. Por eso, se hallan en Lenin en los años de 1918 a 1920 tantas divagaciones sobre la naturaleza de la revolución rusa y su dependencia de la pronta proclamación de procesos revolucionarios en Europa Occidental, y en especial en Alemania. De ahí el anhelo con el que se seguían desde Moscú las actividades de la Spartakusbund y las asonadas revolucionarias de Berlín y Baviera de 1919, cuyo fracaso mostró las limitaciones de todo orden del radicalismo socialista para desencadenar una revolución con posibilidades de triunfo. Algo similar pudo decirse de la fugaz república soviética húngara que en sus cuatro meses de vigencia, también en 1919, llevó el caos a la economía, desencadenó una violenta represión y facilitó la ocupación del país por los rumanos, acabando con ella. Aquellos episodios ponían en claro que no era tan inminente como se creía la revolución en otros países que fortaleciera al régimen soviético, por lo que éste ideó su estrategia de supervivencia en un mundo hostil, contando para ello con peones en el campo enemigo. La idea de reemplazar a la Segunda Internacional socialista por un nuevo organismo de planteamientos más radicales ya venía manejándose desde algunos años antes, pero se materializó casi por los mismos días en que caían derrotados los espartaquistas y se puso en marcha en la primavera de 1919. La tercera Internacional o Komintern fue desde el principio un instrumento para la acción exterior soviética. Su tercer congreso, celebrado en 1921, resolvió que el primer deber de todos los partidos comunistas era «apoyar sin reservas a la Rusia de los soviets», actuando enérgicamente para «suprimir los obstáculos que los Estados capitalistas anteponen a las relaciones de Rusia con el mercado mundial» (4). Las condiciones de adhesión aprobadas en su segundo congreso, de 1920, imponían a los partidos un régimen de absoluta centralización y disciplina, beligerancia constante con los partidos socialistas y acción de propaganda y agitación continua, especialmente en los sindicatos y entre los soldados, configurándose como un factor desestabilizador allá donde lograse arraigo un partido comunista. Sus objetivos fundacionales, recogidos en el primer congreso, hablaban de «la toma del poder del Estado de la burguesía» como objetivo y de «la lucha abierta a mano armada contra el poder del Estado del capital» (5). Por todo ello, y por la propia revolución de 1917 y cuanto siguió a su triunfo en Rusia, en los países occidentales se veía en el Estado soviético y sus peones un serio riesgo de perturbación del orden político de postguerra y para la estabilidad interior de las naciones.
Sin embargo, en 1921, los bolcheviques rusos tenían que hacer frente a problemas propios que condicionaron cualquier estrategia e hicieron de aquél un año importante para la supervivencia de su régimen. Terminada la guerra civil con la disolución de los restos de los ejércitos blancos, 1921 se pudo presentar como el primer año de paz en Rusia desde 1914, aunque el aplastamiento manu militari de focos de resistencia de diferente signo impide aceptarlo. El país se hallaba bajo condiciones terribles, con regiones enteras devastadas, asoladas por el tifus y con la población hambrienta como consecuencia de las medidas del «comunismo de guerra», es decir la socialización acelerada y apremiante que había desarticulado todo el sistema económico sin acertar a instaurar otro de producción y distribución mínimamente eficaz, amén del imperio de un régimen represivo con victimas incontables y drástica supresión de libertades. Ese estado de cosas sería la razón del levantamiento de marineros y trabajadores de Kronstadt en marzo; en el mismo lugar y por los mismos grupos sociales que se alzaron en 1917 y de quienes se hizo blasón revolucionario, reclamando ahora libertades (de sindicación, de reunión, de prensa, etc., aunque sólo para los partidos de izquierda), mejoras materiales y libertad económica para campesinos y artesanos. Tras unas semanas el Ejército Rojo, sufriendo numerosas bajas, se hizo con la plaza, e inició la consiguiente represión. Mientras eso ocurría, el partido bolchevique celebraba su décimo congreso que, además de prohibir toda facción diferenciada en su seno, bendijo la adopción de una orientación económica, la Nueva Política Económica o NPE, que implicó la revisión de la socialización acelerada e incondicional hasta entonces promovida. Presentada como «repliegue estratégico», aquella política sería un intento extremo de remediar el absoluto hundimiento y el caos ocasionado por lo que hasta entonces se había venido haciendo y cómo se había hecho. Aunque el Estado retuvo la titularidad y dirección de las grandes empresas industriales y del comercio exterior, se permitió un cierto espacio al sector privado, especialmente al campesino tolerando que una parte de la cosecha quedase a su disposición y pudiera ser vendida. Aquello no era en modo alguno una vuelta al capitalismo como decían sus críticos, pero sugería que el régimen había aceptado que durante un tiempo tendría que sobrevivir en un contexto universal capitalista; de ahí el interés del congreso de la Komintern en trasladar a los partidos dependientes como trabajo político prioritario actuar en sus países para que sus gobiernos estableciesen relaciones comerciales con la Rusia soviética, le abrieran sus mercados y facilitasen las importaciones de productos estratégicos. Lo terrible de la situación interior en el país forzó a aceptar, mediante acuerdo de aquel mismo año, la ayuda americana de la ARA (American Relief Administration) a través de un programa específico, el Russian Famine Relief Act. El secretario de Comercio de la nueva administración americana y director de la ARA, Herbert Hoover, tanteó la posibilidad de abrir vías de relación comercial más allá de la mera ayuda humanitaria, pero ni el secretario de Estado ni el propio presidente Harding la apoyaron, aduciendo entre otras cosas la negativa soviética a reconocer la deuda, y mucho menos dispuestos estuvieron a establecer relaciones con aquel régimen. Al aislamiento exterior empezaría a añadirse otro aislamiento de carácter distinto, pero pronto muy determinante. En la segunda mitad del año el estado de salud de Lenin fue tan preocupante que hubo de retirarse durante un tiempo a una mansión en Gorky, no muy lejos de Moscú pero sí lo suficiente como para no poder estar directamente al frente de la política y sin toda la información. Nunca se estableció cuál era el origen de su deterioro (secuelas del atentado sufrido poco antes que le tuvo durante meses con dos proyectiles en el cuerpo, o de la sífilis contraída en los años de exilio), pero la reclusión en Gorky pasó de frecuente a permanente, y con ello el control real del partido y de la política, incluso de la situación del propio Lenin, acabarían en otras manos, las de Stalin.
En Italia la postguerra produjo un estado de cosas peculiar. Como potencia vencedora, pese a su neutralidad inicial, esperaba compensaciones. De hecho, aquél fue el motivo principal de su incorporación a los Aliados, tras meses de negociar con uno y otro bando sus reclamaciones. El pacto de Londres estipuló que el reino de Italia recibiría el Alto Adigio y Trentino, Trieste, islas y costa de Dalmacia y otros territorios en el Adriático y el Egeo. Con aquella decisión se satisfacía el deseo de los grupos intervencionistas de participar en el conflicto. Intervencionistas que lo eran por razones distintas y con puntos de vista diferentes, desde garibaldinos, nacionalistas e irredentistas a socialistas, pasando por la corte filofrancesa o intereses industriales que contemplaban los beneficios de una guerra corta. La opinión neutralista era, sin embargo, poderosa e igualmente multipartidista, y su oposición desencadenó una crisis política y una hostilidad ideológica que se prolongaría en la postguerra. A su vez, los aliados no veían en aquel acuerdo tardío de Londres un compromiso de fondo con sus objetivos por parte de una Italia que entraba en la guerra como si recrease el clima del Risorgimento, había vacilado hasta el último momento y se centró casi totalmente en la guerra alpina con Austria, lejos de los campos de batalla donde se decidía la contienda. Por eso, cuando se iniciaron en Versalles las sesiones de la conferencia de paz, la posición italiana se reveló desde el primer momento débil frente al entendimiento de ingleses, americanos y franceses, éstos, en especial, claramente decididos a apoyar la causa serbia y el plan de una gran Yugoslavia, incompatible con las aspiraciones adriáticas de Roma. Defraudados por las artimañas de los demás delegados, y en particular Wilson, los plenipotenciarios italianos llegaron a levantarse de la conferencia para tener que regresar a poco en posición aun más endeble. Ninguna de sus pretensiones sobre el Mediterráneo oriental, el Adriático o el reparto de las posesiones coloniales alemanas se vio satisfecho. Sólo en el tratado que sancionó la paz con Austria, el de Saint-Germain, alcanzó sus pretensiones alpinas. No se llegaría a una solución más o menos estable hasta finales de 1920 con la firma del tratado de Rapallo por el cual Italia hizo renuncia de sus ambiciones dálmatas a cambio del reconocimiento de Fiume como estado libre bajo protectorado italiano y sobre Zara con un estatus análogo. El tratado confirmó los temores irredentistas de quienes, en expresión de D’Annunzio que se hizo emblema de todo un estado de ánimo, interpretaron la victoria italiana en la Guerra Mundial como vittoria mutilata y estéril. Algo que vendría a dar la razón a la distinción, ya antes proclamada por el nacionalista Corradini, entre naciones plutócratas y naciones proletarias; Italia como nazione proletaria habría sido burlada por franceses, ingleses y americanos, un sentimiento que explica no sólo la ocupación de Fiume en 1919, antes de Rapallo, por el propio D’Annunzio encabezando unos miles de soldados desmovilizados, sino el hervoroso clima nacionalista de la postguerra italiana, y en el que d’annunzianos, las bases de la Associazione Nazionalista Italiana (ANI), futuristas de Marinetti y los Fasci italiani di combattimiento de Mussolini, nacidos en marzo de 1919, encontraron un poderoso elemento aglutinador.
Los viejos políticos de la era trasformista, Nitti o Giolitti, que hubieron de gestionar las pretensiones italianas, y en quienes la opinión nacionalista veía medrosos abandonistas, no es que tuviesen un ardor patriótico menor ni fuesen ajenos a las oportunidades de logros imperiales, es que, sobre todo, tuvieron mejor conocimiento de la situación y mayor realismo, viendo en todo momento que las condiciones de la economía del país requerían inexorablemente la ayuda de los aliados, cercenando, por tanto, cualquier posibilidad de sostener posiciones intransigentes e intimaciones. Hacia 1920, en efecto, Italia se hallaba en una depresión económica profunda, con enorme déficit comercial, un endeudamiento exterior agobiante, inflación creciente y racionamiento de productos de primera necesidad, con el precio del pan intervenido. El número de parados rondó los dos millones (aproximadamente el 11% de la población activa), situación agravada por el rápido licenciamiento de tropas y por las restricciones inmigratorias establecidas en Estado Unidos, con reducción muy acentuada de los miles de italianos admitidos anualmente en aquel país, aliviadero durante mucho tiempo a las insuficiencias del mercado de trabajo nacional. La agitación social creció igualmente, así como los efectivos de los sindicatos llegando la Confederazione Generale del Lavoro, de obediencia socialista mayoritaria, a cerca de dos millones de afiliados a finales de 1920 y arraigando también en el medio rural. Junto a las organizaciones de inspiración anarquista (Unione Sindicale Italiana) desencadenaron desde 1918 centenares de huelgas que supusieron muchos millones de horas de trabajo perdidas, agravando las circunstancias de unas industrias con dificultades para adaptar la producción a las condiciones de postguerra y las de los propietarios agrarios afectados por el hundimiento de los precios de sus productos. En septiembre de 1920 se registró el episodio más espectacular que trascedente de la ocupación de fábricas, un movimiento de la Federación metalúrgica que, ante las incertidumbres de la huelga convencional para unas bases ya muy desgastadas, optó por la ocupación de los centros de trabajo para mantener en ellos la actividad bajo la organización de los propios trabajadores, creando así un instrumento de presión más poderoso. Algo que ya había tenido precedente un año antes con la ocupación de una fábrica en Dalmine, cerca de Bérgamo, y que Mussolini exaltó en su periódico como ejemplo de huelga patriótica, donde la defensa de derechos y pretensiones no dañaba el interés nacional. Lo de 1920 fue, en todo caso, algo de gran envergadura, con decenas de factorías, sobre todo de Lombardía y Piamonte, ocupadas, rodeadas por una guardia roja para proteger a los encerrados y banderas rojas y negras coronando las instalaciones. La evocación de los soviets y el control obrero de los medios de producción por medio de consejos estuvo, naturalmente,en boca y pluma de todos. Pero en las pocas semanas que el intento duró dejó de manifiesto su escasa solidez; sin técnicos, repuestos, ni suministro de materias primas, sin poder dar salida a lo producido y sin la reacción gubernamental y patronal que se esperaba como precipitante de un gran estallido revolucionario, aquello no conducía muy lejos, o más bien conducía a la negociación, sobre todo cuando el entusiasmo dio paso al cansancio y, se decía, la guardia roja estaba más que para impedir la intervención de los patronos, evitar que se marchasen los ocupantes.
Aquellas semanas de septiembre de 1920 representaron, en cierto modo, la culminación de un extremismo desbordante durante dos años, el a veces llamado «bienio rojo», durante el cual el Partido Socialista ahondó la crisis que ya manifestó antes de la Guerra entre reformistas y radicales, agravada por la división suscitada por los partidarios de intervenir en la contienda. Como en cualquier otro partido marxista de Europa, la revolución de 1917 desencadenó tensiones que conducirían a la escisión de los probolcheviques. En Italia la división, tras el intento de arrastrar a todo el partido a la Tercera internacional y alinearlo con Moscú, la nutrieron especialmente dos núcleos articulados en sendos periódicos. Por una parte, Il Soviet, dirigido por Amadeo Bordiga entre 1919 y 1922, desde dónde defendió el abandono de toda práctica parlamentaria y electoral, por contrarrevolucionaria (un «comunismo abstencionista») (6), y propulsó la toma por las armas del poder político. Por otra, L’Ordine Nuovo de Togliatti y Gramsci, no menos adepto al leninismo pero no tan seguro de la esterilidad de la acción política convencional y partidario de crear bajo el orden vigente los órganos de estructuración social revolucionarios (7). Sus diferencias, en esos y otros puntos, las pasaron por alto en el congreso del Partido Socialista Italiano de Livorno en enero de 1921, donde acudieron juntos en una misma fracción comunista frente a maximalistas y reformistas. Allí, Bordiga, ante lo adverso de las votaciones, manifestó que los socialistas italianos quedaban fuera de la Tercera internacional, para pasar inmediatamente a la constitución del Partido Comunista de Italia como sección de ésta.
Aquellos meses anteriores al congreso de Livorno no fueron sólo de controversia teórica, sino de extrema violencia política. Los Fasci di Combattimento mussolinianos, constituidos en 1919 y nutridos por una heteróclita suma de extremistas de izquierda, disidentes socialistas como el mismo fundador, republicanos, nacionalistas o futuristas, gran parte de ellos excombatientes, inicialmente muy exiguos y no sin conflictos internos, crecieron rápidamente entre finales de 1920 y principios de 1921. Primero en las ciudades sobre todo del norte, después también en los medios rurales al compás de las huelgas agrarias. Entre sus bases, y también sus dirigentes, cobraron especial importancia miembros de las tropas de asalto del ejército, los arditi (o «valientes»), unidades creadas durante la guerra, entrenadas para una acometividad impetuosa en el combate cuerpo a cuerpo, con un espíritu heroico propio y un culto a la violencia distintivo. El coronel y novelista Gatti escribió en su diario que aquellos hombres, tan valiosos en la guerra, planteaban un problema en la paz: «ya veo qué podrá hacer esta gente que no reconoce el valor de la vida humana» (8). Desmovilizados por miles en 1919, decepcionados no creyendo encontrar el reconocimiento a que se consideraban acreedores, constituyeron uno de los factores de peso en el diciannovismo y llevaron al activismo político el espíritu del arditismo; es decir, la acción de fuerza en grupos bien conjuntados, disciplinados y usando violencia letal. Aunque hubo grupos de Arditi del popolo conectados con la extrema izquierda que llevaron el mismo espíritu guerrero a la organización de un «ejército rojo», los más constituyeron la base del escuadrismo mussoliniano con su exaltación de la acción. Los ataques a periódicos y locales de los partidos de izquierda o sedes sindicales, con organización militar, producían choques de los que resultaban muertos y heridos. Ambas partes tuvieron interés en magnificar aquellos choques, pero el alcance de esos actos de violencia fue grande. Según datos oficiales, sólo en el primer trimestre de 1921 se registraron 21 muertos y 108 heridos entre los fascistas y 41 muertos y 123 heridos entre los socialistas (9). Que era un problema político de primera magnitud lo pone de relieve la intervención personal del presidente del parlamento (el futuro primer presidente de la República, De Nicola) en el verano de 1921 para firmar un acuerdo de «pacificación» entre socialistas y fascistas, recién llegados a la cámara. Porque, a diferencia de lo que preconizaba Bordiga, Mussolini contempló en todo momento la acción electoral. En los comicios de 1919 su candidatura por Milán, con Marinetti y Toscanini, entre otros, no pasó de alcanzar un puñado de votos (del orden del 2%), pero en las elecciones de mayo de 1921, salpicadas de choques entre fascistas y socialistas y comunistas, recién constituidos estos en partido, la candidatura fascista dentro del bloque nacional obtuvo 35 diputados y él, en procedimiento de voto de preferencia, cerca de doscientos mil sufragios, casi cien veces más que dos años antes en el mismo distrito. En vísperas de las elecciones había proclamado que de ellas saldría fortalecido el fascismo (10), y con esa disposición de ánimo se abrió en noviembre el tercer Congreso Nacional Fascista, llamado del Augusteo. Allí se consagró Mussolini como cabeza indiscutible del fascismo, asentó con su discurso algunos de los principios doctrinales que le serían básicos, empezando por la creación de un Estado fuerte de base corporativa, (11) y, sobre todo, transformó la estructura de los fascios, con su base local y carácter de movimiento, en Partido Nacional Fascista, que en el momento de nacer contaba con más de trescientos mil miembros, y cerca de medio millón en la Unión Nacional de Corporaciones Sindicales. Menos de un año después, la marcha sobre Roma le llevaría al poder.
* * *
A pocos días de aquellas elecciones de 15 de mayo de 1921 Pirandello, que venía en los últimos tiempos cada vez más volcado en el teatro produciendo varias obras al año, estrenó en Roma el que acabaría siendo su drama más celebrado, Seis personajes en busca de autor. Lo notable de aquel drama no radica sólo en los elementos de contenido que son característicos del autor –la cuestión de la identidad y el yo, el relativismo y la inconsistencia de la certeza, además de la autonomía del personaje y su voluntad de ser–, sino en la puesta en escena con un planteamiento metateatral, de teatro en el teatro, radical. Para el público romano de 1921 el escenario sin decorado, el ensayo de la compañía, la exhibición de todo aquello que no debe estar a la vista del espectador para que la ficción resulte creíble, más los personajes saliendo del patio de butacas y otros recursos que el teatro del siglo xx haría convencionales, resultó algo más que sorprendente, indignando a muchos espectadores que sostuvieron que todo aquello era de locos y ocasionando un escándalo que alimentó el interés por la obra y su autor, ya nunca decaído. Para el público español era completamente desconocido, y en 1923 alguien tan ajeno al gusto del público convencional y tan informado como Unamuno decía que era un autor del que poco había leído y que empezaba a ser conocido fuera de Italia (12).
A Pirandello se le concedió el premio Nobel en 1934; el de 1921 lo obtuvo Anatole France, no sin cierta polémica. Para entonces, France era un autor más que consagrado, académico desde hacía un cuarto de siglo y campeón de muchas causas políticas, como el caso Dreyfus, siendo de uno de los más activos propagandistas de la revisión del proceso. Exponente del radicalismo republicano de la Tercera república, su militancia anticlerical era señalada. Prologó el libro de Combes con sus intervenciones precursoras de la separación (Une Campagne laïque, 1902-1903), editándolo separadamente (Le Parti noir, 1904), y su yerno fue el principal ayudante del ministro de la Guerra, el general André, en el asunto de las fichas, el sistema de espionaje y delación para excluir de los ascensos militares a jefes y oficiales «clericales». A medida que fue entrando el siglo se aproximó más estrechamente a Jaurès, y aunque de esa época datan dos de sus mejores novelas, Los dioses tiene sed y La rebelión de los ángeles, 1912 y 1914, respectivamente, escribió cada vez más textos de polémica y propaganda. Al recibir el premio estaba cercano al naciente Partido Comunista Francés, la Sección Francesa de la Internacional Comunista, enfriando rápidamente esas relaciones con una actitud más crítica. De hecho, un confidente de sus últimos años sostendría que el suyo fue un socialismo puramente verbal, algo que ni entendía ni acordaba con su modo de vida y sus gustos; que en el fondo fue antes que nada un iracundo anticlerical, e independiente de todos (13). La discrepancia respecto a su reconocimiento no tuvo tanto que ver con sus posiciones políticas, aunque un grupo de académicos suecos se oponía a que tanto él como D’Annunzio y Gorki fuesen nominados, como con el carácter de su obra. Nobel, en la disposición testamentaria que establecía el premio de Literatura, determinó que debiera otorgarse a un autor de «tendencia idealista», expresión de vaguedad suficiente como para dar lugar a diferencias sobre su sentido. En esencia, parece claro que lo que así se designaba era lo contario al naturalismo, y France tenía una historia de desencuentros con Zola, salvados con la implicación de ambos en el caso Dreyfus. Pero su escepticismo sobre la condición humana, su ironía corrosiva, no encajaban para algunos de los académicos suecos con lo que el testador había querido (14).
* * *
- Un país conturbado, una cultura viva en mutación: España en 1921.
En España, y a diferencia de lo que ocurriría al año siguiente cuando se le otorgó a Jacinto Benavente, el premio Nobel de 1921 no tuvo especial resonancia. France era bien conocido, sus principales obras estaban editadas desde comienzos de siglo, y tuvo un muy buen traductor, Luis Ruíz Contreras, una de las figuras menores o secundarias del Noventayochismo, pero no se le dedicó casi atención. Los periódicos, como los franceses de donde lo tomaron, sólo se hicieron eco de su pronunciamiento contra los tratados de paz, como prolongación de la guerra, en la cena oficial que siguió a la entrega de los galardones. Quizá porque los problemas internos no habían dejado de sucederse durante todo el año, con algunos acontecimientos trágicos que parecían dar razón a los triscaidéfobos.
En diciembre de 1920 se habían celebrado elecciones bajo el gobierno conservador de Dato; es decir, el gobierno, ya investido de la confianza real, se procuraba la confianza de las cámaras como había sido norma en el juego político de la Restauración garantizándose la elección del número de diputados suficiente; juego, sin embargo, cada vez de mayor complejidad por la multiplicación del número de jugadores, o de quienes aspiraban a serlo, lo que incrementaba la competitividad electoral y abría espacio a un ejercicio más fidedigno del sufragio en ciertos grupos de población. El sistema, en efecto, venía acusando inestabilidad desde la desaparición de sus forjadores en los años del cambio de siglo. En el campo conservador el maurismo daba por rotas las reglas de juego desde que el rey dejó caer a Maura en 1909, no por carecer de mayoría suficiente en la cámara, que la tenía, sino por la presión de la opinión de izquierdas; aquello fomentó la dispersión de objetivos, tácticas y ambiciones entre los sucesores de Cánovas, haciendo inviable una jefatura única. En el otro, a la muerte de Sagasta resultó que el fusionismo no estaba en el fondo tan fusionado y las facciones monterista, moretista, canalejista y romanonista, y poco después albistas y otros con sus respectivas clientelas, hacían impensable restablecer la concordia de intereses que aquél había sabido manejar para presentar una voz única. En uno y otro caso, se trataba de diferencias más hondas y duraderas que los ocasionales desacuerdos internos determinantes durante las primeras etapas de la Restauración de la salida del poder del partido que con ellos comprometía su predominio en la Cámara y la transferencia de la confianza regía al otro partido para que llevase al Parlamento su propia mayoría. En suma, el sistema político alumbrado en 1876 revelaba debilidades que hacían a algunos dudar de sus posibilidades de evolución hacia formas menos oligárquicas o más democráticas y a otros temer, o celebrar, su inviabilidad a corto plazo, cuando, en realidad, no había razones de fondo que impidiesen esa evolución hacia un régimen de opinión con un electorado más activo. Incluso, uno de los grandes logros del sistema, la exclusión del Ejército en cuanto institución del juego político, parecía comprometida desde la irrupción de las juntas militares y su capacidad de condicionar al poder civil con sus demandas corporativas. En la perspectiva finisecular el gran logro del turnismo fue garantizar la anulación del conflicto político extremo imperante durante tres cuartas partes del siglo, que disponía a procurar el concurso de la fuerza militar para conseguir el poder, garantizando una alternancia política con la que satisfacer periódicamente las aspiraciones de mando y medro de dos bloques bien definidos y, si no necesariamente homogéneos, bien cohesionados. Como tan repetidamente se ha hecho notar, uno de los más evidentes costes del sistema fue mitigar la competencia electoral, cuando no desnaturalizarla. Pese a su intensificación electoral ya antes mencionada, creciente a medida que corriese el siglo xx, las urnas no eran decisivas más que para dotar de credenciales parlamentarias o consistoriales a las distintas clientelas, y el medio era el fraude sistemático en medio de la generalizada desmovilización de un electorado abstencionista. Su eficacia requería la intervención de redes, unas más densas y resistentes que otras, de relaciones de patronazgo trabadas en torno a caciques con distinta capacidad de influencia y asiento territorial definido. Redes por las que circulaban los beneficios proporcionados por el control del gobierno, del presupuesto, en forma de ventajas colectivas y de beneficios personales, de apropiación por las clientelas partidistas de recursos administrativos, todo lo cual hacía de la esfera política, a ojos de muchos, un mero artificio cínico. Nada que de un modo u otro no fuese conocido en otros países, o lo hubiera sido hasta muy poco antes, pero que al ir avanzando el siglo fue objeto de censura y rechazo por élites intelectuales y las políticas sin acceso, o sólo marginal, al sistema. Sus críticas, secundadas con sordina por algunas facciones de los viejos partidos del turno, no sólo contribuían a la deslegitimación del orden político vigente, sino que remozando argumentaciones del regeneracionismo de dos decenios antes hablaban de limitaciones nacionales congénitas para gozar de una vida política digna y eficiente en un país justo y próspero. Más allá del descontento por la situación económica que veía el poder adquisitivo de todos los asalariados pulverizado por la inflación, de los conflictos sociales, del serio problema de orden público de la primera ciudad industrial del país, para muchos españoles de 1921 la suya era una nación en crisis profunda, no sólo ajena al diseño del orden mundial salido de la Guerra europea, sino con debilidades manifiestas en el asesinato de un presidente del consejo de ministros en pleno centro de Madrid, y dos de cuyos autores habían podido huir fácilmente, en la sangría del pistolerismo sindicalista, o en una derrota trágica en una guerra colonial calamitosa. No muchos, casi nadie en verdad, reparaba en que conflictos sociales de características similares tenían lugar en otros países europeos, y en algunos como Alemania o Italia con violencia mayor. Que el magnicidio de Dato fue próximo en el tiempo al asesinato del presidente de Polonia, Gabriel Narutowicz en diciembre de 1922, o el de dos ministros en Alemania, Erzberger y Rathenau, en 1921 y 1922, respectivamente. O, también en Berlín, muy pocos días después del de Dato el asesinato por un refugiado armenio del antiguo ministro y visir turco Talaat Pasha, uno de los máximos responsables de la masacre de los armenios. No es que el mal de muchos haya de ser consuelo, pero la visión comparada de la situación relativizaría la creencia sobre la anomalía y consunción de España. Como también tener presentes tropiezos coloniales de otros.
Al acabar el año, uno de los más veteranos periódicos de Madrid pidió a una serie de personalidades que expresasen su parecer sobre el porvenir de España. En una suerte de estudio Delphi, se manifestaron al respecto algo más de medio centenar de políticos, la mayoría; escritores y periodistas, militares, algún torero, un par de actores y varios obispos. Los más se dijeron optimistas, basándose en la historia de España, su situación, sus recursos naturales y la calidad temperamental de sus gentes, todo lo cual auguraba la superación de las dificultades presentes. No faltaron, en cambio, opiniones basadas en la necesidad de modificar registros de la supuesta psicología colectiva, o de modificar hábitos morales arraigados. Para Cambó, España estaba en condiciones de ser potencia parigual a Francia e Italia con poco más que «el individuo se cure de su indisciplina crónica, de su individualismo salvaje» (15). Para Miguel Villanueva, viejo político sagastino que lo había sido todo en su cursus honorum, España seguiría acentuando su decadencia y debilidad, «y lo hará mientras no cambie el corazón de esclavo que abrigan sus hijos por el propio de los pueblos libres». Su correligionario Romanes, en cambio, quería pensar que «España, a pesar de los políticos, a pesar de la falta de opinión en que apoyarse, cada día progresa». En la izquierda antidinástica, las opiniones eran más catárticas: para el bronco republicano Rodrigo Soriano, «Reventar o morir; éste es el porvenir de España», mientras para el director de España, el socialista Araquistaín, «el porvenir de España es el de un buque que hace agua y cuyo pasaje –el pueblo en masa– acabará por hundirse en la miseria y el envilecimiento; no habrá salvación más que para las ratas y los ratas».
La opinión de Villanueva complació a Miguel de Unamuno, quien la glosó en un periódico valenciano, y aprovechó para adelantar también la suya al respecto. Un año antes, aunque pasivamente, en el fondo llevado por su oposición casi personal a Alfonso XIII entonces exacerbada, había sido candidato en las elecciones generales, y en una especie de diario de aquellos días de finales de 1920 consignó su parecer sobre la situación política mediatizada por las Juntas militares y agitada por los conflictos sociales mientras los dos partidos del turno se desintegraban («los viejos partidos históricos, se están deshaciendo como témpano de hielo al sol de verano», escribía tomando pie de las nevadas que habían coincidido con los días de elección), para concluir: «escribo estas líneas lleno de los más agoreros presentimientos. Nadie ve claro» (16). El mismo estado de ánimo desesperanzado expresó en un artículo de circunstancias sobre el comienzo de 1920: «¡No vivimos en días de esperanza, no! Apenas hay quien cree en el mañana» (17). Por eso, doce meses más tarde su idea sobre el porvenir nacional se sumaba a la de los escépticos sobre la naturaleza y continuidad del régimen: «el régimen de despotismo y de embustería, y de arbitrariedad sistemática, y de injusticia organizada y legalizada», mientras «aumenta el descrédito, más aún el deshonor de España ante el mundo civilizado» (18). En la biografía intelectual de Unamuno 1921 fue, en todo caso, un año señalado; la publicación de una de sus mejores novelas, La tía Tula, sería prueba de la madurez creativa de tan complejo autor.
Con similar espíritu sombrío al del rector salmantino sobre la realidad española y ambicioso afán de diagnóstico, publicó Ortega las entregas de lo que sería España invertebrada, que, aunque en pocos meses tendría varias ediciones, no se recibió con especial calor. Para entonces Ortega había quemado ya algunas etapas de su vida pública y era una de las más reconocidas voces del mundo cultural hispánico. 1921 fue para él un año de amplia actividad. No sólo por la publicación de ese libro, sino por las varias otras intervenciones en distintos ámbitos, evidencia de lo solicitado que estaba en cualquier esfera. Además de publicar la tercera serie de El Espectador, con ensayos y artículos anteriores y uno final fechado en abril de ese año, puro añadido para colmar las dimensiones de la entrega, también dio otros trabajos que pudieran llamarse circunstanciales. Ese mismo 1921 inició Juan Ramón Jiménez la publicación de Índice, revista poética de corta vida, editorialmente definida como ecléctica y no de grupo, cuyo primer número se abrió con un artículo de Ortega («Esquema de Salomé»), una suerte de divagación sobre el «trágico flirt entre Salomé, princesa, y Juan Bautista, intelectual» (19). La depurada sensibilidad poética alumbrada por J.R. Jiménez, superación del modernismo, no dejaba de representar en 1921 la actualidad lírica, pero no quizá la más actual. Para entonces las vanguardias poéticas habían recorrido ya cierto camino, al menos desde la recepción del futurismo por Ramón Gómez de la Serna en Prometeo más de una década antes. Alguna revista y manifiesto, después de la Guerra sobre todo, habían ido dando a conocer las tendencias, en especial líricas, pujantes en Europa y a sus seguidores y adaptadores en España. Dos novelas de Rafel Cansinos Assens publicadas en 1921 resultan, más que expresión de los recursos del vanguardismo que el autor sólo parcialmente asumió, ilustrativas de determinados aspectos sociales y estéticos, con relaciones personales no todas armónicas, de aquellos autores. La huelga de los poetas aborda la escisión vital del devoto de la belleza lírica forzado, pane lucrando, a trabajar en un periódico de cuyos tipógrafos toma la idea de organizar una huelga de noticias y de versos; claramente inspirada en el conflicto laboral de la prensa de unos meses antes, el texto motivó cierta polémica. La otra novela, El movimiento V.P. (o de los Únicos Poetas) es una parodia en clave, en cuyos personajes es posible adivinar contrafiguras de sus colegas de empeño poético. Varios de esos personajes, y en particular Guillermo de Torre, participaron como el propio Cansinos, en la edición de la que tal vez fuese la más sólida de las varias efímeras revistas vanguardistas, Ultra (o en su presentación tipográfica V-Ltra), y también ahí se publicó un texto de Ortega: su intervención en una velada de Pombo en su honor (20). El texto, con lo circunstancial de su motivo, es halagador hacia la juventud literaria y sus inquietudes, pero permite al filósofo bordear su tema de las generaciones, viendo en aquella a la que se dirige exponentes del agotamiento del liberalismo («la última barricada» de las levantadas en la lucha contra el Antiguo Régimen) e igualmente el agotamiento de unas formas literarias que anuncia la aparición de una nueva generación más propensa a jerarquías y normas, dispuesta a levantar nuevas Bastillas.
Aparecida en enero de 1921 y presentada en un acto que quiso ser de diatriba y provocación hacia la literatura convencional, sus cultivadores consagrados y la crítica (lo «putrefacto»), Ultra no hacía en eso más que seguir las pautas de sus predecesores extranjeros, y también nacionales. Durante los meses siguientes empezó a activarse la campaña para la concesión del Nobel a Benavente, con el apoyo de la mayor parte de los académicos de la Española y de diferentes sectores sociales. El juicio dramático de la Academia no brilló muy alto aquellos días al conceder el premio a la mejor obra de teatro del quinquenio 1916-1920 a Concha Espina por un drama rural, «El jayón», su primera y única aportación al género, y a López Pinillos por «La Red», una de las varias dramatizaciones sociales del autor, en este caso sobre el rigor maquinal de la justicia. A Benavente no le proporcionaban muchas simpatías en los sectores izquierdistas su confesada germanofilia durante la Guerra ni su condición de diputado maurista en la legislatura de 1918, pero se le reconocía talento, la elegancia de su sátira de costumbres y, desde luego, éxito de público. Tenía en Pérez de Ayala un crítico implacable, casi hasta la obsesión, en constante reproche a su afectación, su moralismo, su incapacidad en la creación de caracteres dramáticos, que hacían de él, según sostenía, un factor negativo para el teatro en España (21), pero no mereció interés hostil particular a los jóvenes vanguardistas. Éstos tenían bien catalogadas sus bestias negras, y desde tiempo atrás. En el discurso con que cerró el banquete de homenaje a Larra organizado por Gómez de la Serna, mientras le atribuyó al homenajeado amor por Anatole France, aseguró, en cambio, que «le parecen mal Echegaray, doña Emilia y Martínez Sierra» (22). La desconsideración hacia la escritora sería reiterada, como en la displicencia con la que Cansinos Assens la menciona oponiéndose a una opinión suya sobre Mallarmé: «una autoridad literaria oficial, encarnada en una dama que dogmatiza en una cátedra de literaturas neolatinas» (23). Pardo Bazán proyectaba, desde luego, a la altura de 1921 una estampa enmohecida, y con ocasión de su muerte, en mayo de aquel año, quedó de relieve. Su entierro, como el de Galdós el año anterior, fue toda una exhibición de enaltecimiento, con representaciones de todas las corporaciones públicas, presidido por ministros y exministros, con mucha más presencia en su caso de gentes de la nobleza que en el de su íntimo amigo. Pero, en medio de los obligados ditirambos, varias necrologías apuntaron lo trasnochado de su figura. En una de ellas, por ejemplo, debida probablemente a Eduardo Zamacois, podía leerse: «pertenecía a otra generación, no a la presente», obviedad que se explicaba así: «a los jóvenes se les antojan sus libros […] obras consagradas por el voto de una generación, ungidas y ya clásicas» (24). Y algo no muy distinto venía a decir Gómez de la Serna: «La juventud sólo la debía respeto, credulidad no. Se había quedado algo inmovilizada, sentada en un sillón gótico» (25). El que sus libros se siguieran leyendo y vendiendo durante mucho tiempo, y siempre más que los de los vanguardistas, no empece la convicción extendida de que al comenzar el tercer decenio del siglo xx alguien como ella pertenecía a un mundo de valores y de códigos estéticos agotados.
Si importantes eran las novedades en las tendencias literarias de postguerra no menos importantes, y de tiempo antes, venían siéndolo en la plástica. Los vanguardistas españoles parecen haber sido, quizá, menos receptivos a esas orientaciones, y, por ejemplo, la figura más jaleada en las publicaciones de la vanguardia hacia 1921 era Vázquez Díaz. Por entonces Picasso era ya un pintor más que consagrado, que en aquel año firmó cuadros tan distintos y notables en su catálogo como «Los tres músicos», «Tres mujeres en la fuente» y «Madre e hijo», pero radicado hacía tantos años en Paris poco conocía de él el gran público e incluso no pocos entendidos. Salvador Dalí era aquel año estudiante en la escuela de Bellas Artes de Madrid, pero de entonces datan obras de tanto interés en su catálogo como el autorretrato en Cadaqués. Naturalmente no sólo esos dos grandes nombres copan el espléndido momento de la pintura española en el que están activos Ignacio Zuloaga, Gutiérrez Solana, Romero de Torres o un todavía joven Sorolla que aquel año sufrió la afección vascular que le impidió seguir pintando y le llevaría a la muerte poco después. Quien murió ese año, además de José Villegas, fue uno de sus maestros, Francisco Pradilla. Ambos encarnan cabalmente la culminación y decadencia de un estilo y hasta de un género, que hacia 1921 era simple arcaísmo pero que entre finales del xix y comienzos del xx dominó la pintura española. Aunque no dejó de cultivar la temática costumbrista que fue preferente en Villegas, Pradilla fue uno de los máximos exponentes del género histórico, las composiciones que algún critico llamara «administrativas», porque su comprador sólo podía ser alguna institución del Estado. Lienzos de grandes dimensiones, de múltiples figuras habitualmente y tratamiento grandilocuente que recreaban con mayor o menor grado de idealización episodios de la historia nacional. Pradilla casi se especializó en un personaje, la reina Juana, la hija de los Reyes Católicos llamada la Loca, sobre quien volvió una y otra vez tratando distintos momentos de su vida. La reproducción en estampas e ilustraciones de libros, sobre todo escolares, de algunos de esos cuadros los hizo especialmente conocidos para las generaciones jóvenes antes y después de 1921, aunque la identidad de su autor la supieran sólo unos pocos. Su desaparición supuso no sólo el final de una generación que había dominado, en las instituciones y temática preferente, el mundo de la pintura española durante cerca de un siglo, sino el eclipse de un estilo y una técnica academicista que se quedaba sin público y sin cultivadores.
* * *
Los estudios que componen este libro desarrollan algunos de los asuntos que se han presentado en la panorámica general que queda esbozada, todos ellos relevantes en la vida política y cultural de España en 1921. Asesinato de Eduardo Dato; escisión del socialismo para dar origen a un nuevo partido leninista; la catástrofe de Annual que tanto conmovió a la sociedad española; libros nuevos de autores consagrados, y desaparición de otras figuras de la cultura, si no olvidadas sí un tanto postergadas en un medio intelectual que se mostraba, en buena parte, ávido de novedad. La mirada a un siglo de distancia a aquella sociedad es inevitablemente selectiva y, hasta cierto punto presentista: destaca aquello que para nuestro presente tiene significado, aunque no lo tuviera tanto para quienes lo vivieron. Mucho más que la aparición de ciertos libros, atrajeron la atención de la gente las inundaciones, los accidentes ferroviarios o los crímenes de que daban cuenta minuciosa los periódicos, por no decir la condena de Landrú en Francia; también el precio de las subsistencias o la sangría del pistolerismo sindicalista. Y, naturalmente, Annual y sus secuelas: los prisioneros y la movilización de miles de soldados para recuperar el territorio perdido. Pero no es difícil percibir que, colectivamente, los españoles despidieron 1921, un año difícil de olvidar, con una mezcla de alivio y pesadumbre. No había sido, por lo menos, el del fin del mundo como años atrás se había pronosticado a base de meticulosos cálculos numerológicos sobre textos bíblicos, las «profecías» de San Malaquías relativas a la secuencia de los papas, y también ciertos ecos fourieristas sobre el decurso de eras, y uno de los argumentos de convicción era que la suma de las cifras daba 13 (26).
(Notas):
(1) Puede ser ejemplo de este tipo de textos un libro aparecido a fines de 1920 o principios de 1921 recogiendo artículos publicados por el autor en España y otros periódicos en años inmediatamente anteriores: Luis Araquistaín, España en el crisol. Un estado que se disuelve y un pueblo que renace (Barcelona, Minerva, s.a.). De las mismas fechas e iguales características es el libro de otro colaborador de España, Álvaro de Albornoz, El Temperamento español. La democracia y la libertad, (Barcelona, Minerva, ¿1921?).
(2) Stefan Zweig, El Mundo de ayer, memorias de un europeo (Barcelona, Acantilado, 2011), 367-369: «El pan negro se desmigajaba y sabía a resina y cola, el café era extracto de cebada tostada; la cerveza, agua amarilla… Los perros y gatos bien alimentados pocas veces regresaban de sus paseos». La evocación de Zweig, realista y confirmada por muchas otras fuentes, es más testimonio de lo que vio, no de lo que el sibarita que fue vivió; entre 1920 y 1921, viajando por Alemania o la nueva Checoslovaquia, escribía a su mujer dando cuenta de lo bien que comía y lo mucho que disfrutaba, Stefan Zweig, Correspondencia, selección de Friderike M. Zweig (Barcelona, ARH, 1957), 132, 148, 149, 154. Dos caras de una realidad multíplice.
(3) V. Lenin, «El programa militar de la revolución proletaria» [o «Sobre el desarme»], Obras completas, (Moscú, Editorial Progreso, 1985), tomo 30, 140.
(4) Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista, (México, Pasado y Presente, 1973), Segunda parte, 58.
(5) Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista, (México, Pasado y Presente, 1973) Primera parte, 26, 27.
(6) «Convocar al proletariado a las urnas equivale a declarar que no se contempla ninguna esperanza de realizar las aspiraciones revolucionarias, y que la lucha deberá resolverse necesariamente dentro del orden burgués». Il Soviet, 29 de junio de1919. «El parlamento italiano, con sus ciento cincuenta y seis socialistas, sirve admirablemente su lógico objeto de máscara de la dictadura burguesa, de diversión del directo asalto proletario». Il Soviet, 16 de mayo de 1920.
(7) «Creemos obligación de los socialistas italianos aprovechar las elecciones como un medio cómodo, valioso e insustituible de propaganda llevada a cabo simultáneamente en toda la nación, aprovechando la oportunidad de presentar el programa íntegro del comunismo». L’Ordine Nouvo, 30 de agosto de 1919.
(8) Angelo Gatti Caporetto: Dal diario di guerra inedito (Maggio-Dicembre 1917) (Mulino, Bolonia, 1964), 230. Corresponde a 6 de septiembre de 1917.
(9) Giordano Bruno Guerri, Fascisti. Gli italiani di Mussolini. Il regime degli italiani (Mondadori, Milán 2014), 80.
(10) «Sentimos que de las urnas saldrá la consagración de nuestra campaña y de nuestra victoria». Il Popolo d’Italia, 11 de mayo de 1921.
(11) «Queremos que el Estado, intérprete supremo del alma y de la voluntad nacionales, instaure sin dilación su autoridad reconocida por todos y contra todos». Il Popolo d’Italia, 9 de noviembre de 1921.
(12) Miguel de Unamuno, «Pirandello y yo», en Obras Completas, edición de Manuel García Blanco (Madrid, Afrodísio Aguado, 1958), X, 544, 547. Poco antes, Pla, considerándole entre lo más interesante de la «insoportable» literatura italiana del momento, señalaba su condición de autor de minorías en su país y su desconocimiento en España. El Sol, 25 de noviembre de 1922.
(13) Marcel Le Goff, Anatole France à la Bèchellerie. Propos et souvenirs, 1914-1923 (Leon Delteil, Paris, 1924), 254, 265: «Es inútil que algunos traten de apropiárselo; no pertenece a nadie, y menos a los de izquierdas». Algo que no se acomoda bien a lo que el mismo autor pone en su boca en conversación con una joven leninista rusa: «Por el partido, por la revolución, nuestra última esperanza». Idem, 222. La prensa que menos afecta le era no dejó de señalar que se premiaba al escritor, no al orador «que, a veces, se encarama a un estrado para arengar a los compañeros de la III Internacional». Le Figaro, 12 de diciembre de 1921. Su condición anticlerical e irreligiosa quedó sancionada sin reservas con la inclusión de sus obras en el Índice romano al año siguiente.
(14) AAVV. Los premios nobel y su fundador (Aguilar, Madrid, 1959), 129-130, 170-172.
(15) Todas las referencias en La Correspondencia de España, 31 de diciembre de 1921: «¿Qué opina Vd. del porvenir de España?».
(16) Miguel de Unamuno, «Diario de un azulado», en Obras Completas, X, 476, 477.
(17) «Meditaciones en el primer día del presente año», Obras Completas, XI, 424.
(18) «El porvenir de España», Obras Completas, V, 47. Entre 1920 y 1921 la reiteración de ideas del mismo orden en Unamuno es casi continua: «No creemos que hay hoy en España político alguno que sea optimista, y si así lo finge será por dar ejemplo»; «desde enero de 1919 acá la disolución histórica de España ha ido en aumento y hoy parece que llegamos al fondo». Obras Completas, V, 483, 496.
(19) El texto se incluyó en la cuarta entrega de El Espectador. Obras Completas (Revista de Occidente, Madrid, 1946) II, 353-356. La misma idea la expuso en una conferencia en la Residencia de Estudiantes el 24 de mayo de aquel año.
(20) Ultra, 20; 15 de diciembre de 1921.
(21) Sería la de Benavente «una manera de teatro imitada de las categorías inferiores y más efímeras del teatro extranjero»; «un teatro de términos medios, sin acción y sin pasión»; «un teatro meramente oral»; por tanto «lo antiteatral, lo opuesto al arte dramático». Ramón Pérez de Ayala, Las máscaras, en Obras Selectas (AHR, Barcelona, 1957), 1258.
(22) «Ágape organizado por Prometeo en honor de ‘Fígaro’», Prometeo, V, marzo de 1909, 50.
(23) Cervantes, noviembre de 1919, 64.
(24) El Imparcial, 13 de mayo de 1921.
(25) El Liberal, 13 de mayo de 1921.
(26) Jean Rocroy, La fin du monde en 1921 prouvée par l’historie (Paris, Charles Amat, 1904), 39, 49.
(Extraído del libro "El año 'infausto'. España en 1921")