El magnate Vladímir Gusinski (centro) sale en 2003 del juzgado griego donde lucha contra la extradición demandada por Moscú por fraude |
El oligarca Borís Berezovski con su guardaespaldas en Moscú en 1999 |
Putin con el presidente Borís Yeltsin el 31 de diciembre de 1999, cuando este anunció su renuncia |
De izquierda a derecha los oligarcas Mijaíl Fridman, Oleg Deripaska, Alisher Usmanov, Igor Sechin y Gennady Timchenko |
Putin y Arkadi Rotenberg en San Petersburgo en 2013 |
Por Carlos Hernández-Echevarría
Millonarios rusos
Las sanciones contra los oligarcas rusos pretenden cortar la hierba bajo los pies del “sultán” que les puso ahí: Vladímir Putin. Pero enfrentarse al jefe tiene consecuencias
Aristóteles ya caló bastante bien a los oligarcas hace 2.300 años. Escribió que “mientras la tiranía es el tipo de monarquía que solo tiene en cuenta el interés del monarca, la oligarquía mira solo por el interés de los ricos”. Era cierto en la Atenas de la Antigüedad, y es cierto en la Rusia de Vladímir Putin, con la pequeña diferencia de que los oligarcas rusos conocen bien dónde está el límite de su poder.
Ese límite lo marca el recuerdo de un día de octubre de 2003, cuando unos policías enmascarados asaltaron el jet privado del hombre más rico de Rusia. Allí mismo detuvieron a Mijaíl Jodorkovski, un magnate del petróleo que había tenido la osadía de denunciar corruptelas en televisión. Lo encerraron diez años en una cárcel de Siberia y le quitaron sus empresas, que acabaron en manos de un amigo íntimo del presidente ruso.
Jodorkovski vive exiliado en el Reino Unido, así que ha acabado mejor que otros oligarcas que también hablaron de más. Borís Berezovski, dueño de medios de comunicación y de otra petrolera, también tuvo que huir de Rusia tras criticar al presidente, y lo encontraron ahorcado en el baño de su casa de Londres en 2013. Los investigadores todavía no se ponen de acuerdo sobre si fue un suicidio o “lo suicidaron”.
El recuerdo de esos oligarcas caídos está especialmente presente estos días, cuando los países occidentales ponen sus esperanzas en una revuelta contra Putin. La idea es que si haces daño a los millonarios rusos con sanciones, estos presionarán a Putin para que se retire de Ucrania o forzarán su salida del poder. De momento hay poca evidencia de que esté funcionando. Los oligarcas siguen muy mayoritariamente en la trinchera de Putin.
- El nacimiento de una oligarquía.
Es difícil tener simpatía por los oligarcas rusos, ya que casi todos se han hecho ricos de forma bastante oscura. Jodorkovski, el encarcelado por denunciar la corrupción de Putin, se había enriquecido comprando a precio de saldo una petrolera estatal en tiempos de su amigo Borís Yeltsin: pagó algo más de trescientos millones de dólares por unas acciones valoradas en cinco mil, más de quince veces más. A Berezovski, el ahorcado, sus buenas relaciones con el Kremlin lo llevaron a controlar la aerolínea pública rusa y la principal televisión del país.
Los dos formaban parte de la primera generación de oligarcas rusos, la que hizo su fortuna aprovechándose de la desintegración de la URSS en los años noventa. Como toda la economía soviética había estado en manos del Estado, la nueva Rusia del presidente Yeltsin ideó un plan para empezar a privatizarla: en octubre de 1992, se repartieron entre los rusos 148 millones de vales a cambio de su parte de la propiedad de las empresas públicas.
Esos vales se podían vender, pero no había demasiada gente que estuviera en condiciones de comprar: apenas un puñado de personas tenían dinero, principalmente, las que se habían hecho ricas en el mercado negro soviético, o antiguos líderes comunistas que se habían aprovechado de sus cargos. De esos grupos salieron los primeros oligarcas, que, en una economía destrozada, eran los únicos que podían ofrecer algo de dinero por sus vales a una población desesperada por la inflación. Así se hicieron con la propiedad de las hasta entonces empresas públicas.
Con todo, lo peor estaba por llegar. En 1995, Rusia estaba ahogada por la mala situación económica, y el presidente Yeltsin tenía unas elecciones a la vuelta de la esquina con muy malas perspectivas, así que decidió pisar el acelerador en la marcha hacia el capitalismo. Los oligarcas financiaron su campaña, y, a cambio, el Estado les pidió préstamos usando como garantía las acciones de las empresas públicas más valiosas. Cuando Rusia no pudo devolver el dinero, los oligarcas se las quedaron a precio de ganga.
Solo en noviembre y diciembre de 1995, se hicieron con doce grandes empresas públicas en subastas amañadas y a precios irrisorios. Por ejemplo, dos oligarcas se quedaron con el paquete mayoritario de acciones de la petrolera Sibneft por unos doscientos millones de dólares; solo catorce años después, fue renacionalizada por el Estado y uno de ellos recibió una compensación de más de doce mil millones. Una rentabilidad que, como mínimo, llegó al 3.000%.
- Un nuevo jefe.
Fueron precisamente estos oligarcas los que auparon a Putin al poder. Preocupados por la mala salud de Borís Yeltsin, favorecieron como sucesor a un desconocido exagente del KGB, sin saber que acabaría por ser el verdugo de algunos de ellos y el jefe de casi todos. Berezovski, por ejemplo, puso sus grandes medios de comunicación a su servicio durante su primera campaña presidencial, en 2000. Se aseguró de que las palabras de Putin llegaran a los rusos, pero debió prestar más atención a lo que decía su candidato.
Aunque eran los oligarcas quienes financiaban su partido y su campaña, Putin prometía en las entrevistas que “esa clase que fusionaba el poder y la riqueza dejaría de existir”. Interpretaba hábilmente el desprecio que la población rusa sentía por los oligarcas, a los que se acusaba de haber saqueado la riqueza nacional, de abusar de su posición, de crear violencia e inseguridad... Putin supo usar aquel descontento, pero muchos de los oligarcas creían que era solo palabrería y que podrían controlarlo después de las elecciones.
Semanas después de la victoria de Putin, Berezovski contó al Financial Times que entre él y otros seis millonarios rusos controlaban la mitad de la riqueza del país. Tanto él como el otro gran oligarca de los medios de comunicación, Vladímir Gusinski, habían sido fundamentales en el ascenso de Putin, pero al nuevo presidente no le hacían gracia los programas de humor de sus televisiones, en los que un guiñol le parodiaba. Antes de que acabara el año electoral, uno estaba en la cárcel, el otro había tenido que huir del país y los dos habían perdido su fortuna. Era la primera advertencia.
El propio Putin explicó la nueva situación a los oligarcas cara a cara. Pocos meses después de ser elegido, reunió en el Kremlin a los veintiún hombres más ricos de Rusia para ofrecerles algo parecido a un pacto: tenían que obedecerle y no meterse en política, y, a cambio, seguirían ganando dinero. Algunos salieron de la reunión celebrando la promesa del presidente de no revisar las privatizaciones, pero también con un mensaje claro: con Putin se podían hacer negocios, contra Putin se podía acabar encarcelado, o incluso algo peor.
- Los “hombres fuertes”.
El pacto sigue vivo hoy, pero a aquellos oligarcas de primera generación se les han unido otros durante los últimos veinte años. Son los conocidos como “siloviki”, los “hombres fuertes”. La mayoría provienen del aparato soviético, ya sea del KGB, como el propio Putin, o de las Fuerzas Armadas. Todos ellos le deben al presidente sus enormes riquezas y le son leales. Tal vez el mejor ejemplo sea Igor Sechin.
Sechin es el presidente de Rosneft, la mayor empresa de Rusia y responsable de un 6% del suministro mundial de petróleo. Antes de eso, era el secretario de Putin, cuando este era vicealcalde de San Petersburgo y su amigo personal. Todo indica, además, que, al igual que su jefe, trabajó previamente para el KGB. El valor de su fortuna es desconocido, pero, desde la entrada en vigor de las sanciones de la Unión Europea, le han requisado dos yates: uno en Francia, que costó unos 120 millones, y otro en España, valorado en 450.
Si Sechin ha trabajado con Putin durante cuarenta años, hay oligarcas que le conocen desde hace más tiempo todavía. A Arkady Rotenberg sus padres le obligaron a ir a una clase extraescolar de artes marciales, y coincidir en ella con Putin le cambió la vida: cuando su amigo llegó a presidente, le puso a dirigir una nueva empresa pública que controlaba el 30% del mercado del vodka en Rusia. Al mismo tiempo, él y su hermano fundaron un entramado de compañías que empezaron a recibir contratos a dedo por parte de empresas públicas.
En la riqueza de los nuevos oligarcas, los hombres fuertes, a veces es difícil distinguir qué parte es suya y cuál le están guardando al propio Putin. Algunos expertos estiman la fortuna del presidente ruso en más de 180.000 millones de euros, lo que le situaría casi a la cabeza del famoso ranking de millonarios de la revista Forbes, pero es imposible saberlo con certeza. Su verdadero poder no está en su dinero, sino en su capacidad de controlar el dinero de los demás, es decir, de hundir o elevar al resto de los oligarcas rusos.
El politólogo estadounidense Jeffrey A. Winters, el mayor experto mundial en oligarquías, cree que Putin es un tipo de oligarca muy particular, un sultán: “Los oligarcas en Rusia están domesticados, controlados y limitados por una sola figura muy poderosa, la de Putin”. La oligarquía rusa, como todas las que definió Aristóteles, “mira solo por el interés de los ricos”, pero solo una persona decide quién puede ser rico y quién no: Vladímir Putin.
Millonarios rusos
Las sanciones contra los oligarcas rusos pretenden cortar la hierba bajo los pies del “sultán” que les puso ahí: Vladímir Putin. Pero enfrentarse al jefe tiene consecuencias
Aristóteles ya caló bastante bien a los oligarcas hace 2.300 años. Escribió que “mientras la tiranía es el tipo de monarquía que solo tiene en cuenta el interés del monarca, la oligarquía mira solo por el interés de los ricos”. Era cierto en la Atenas de la Antigüedad, y es cierto en la Rusia de Vladímir Putin, con la pequeña diferencia de que los oligarcas rusos conocen bien dónde está el límite de su poder.
Ese límite lo marca el recuerdo de un día de octubre de 2003, cuando unos policías enmascarados asaltaron el jet privado del hombre más rico de Rusia. Allí mismo detuvieron a Mijaíl Jodorkovski, un magnate del petróleo que había tenido la osadía de denunciar corruptelas en televisión. Lo encerraron diez años en una cárcel de Siberia y le quitaron sus empresas, que acabaron en manos de un amigo íntimo del presidente ruso.
Jodorkovski vive exiliado en el Reino Unido, así que ha acabado mejor que otros oligarcas que también hablaron de más. Borís Berezovski, dueño de medios de comunicación y de otra petrolera, también tuvo que huir de Rusia tras criticar al presidente, y lo encontraron ahorcado en el baño de su casa de Londres en 2013. Los investigadores todavía no se ponen de acuerdo sobre si fue un suicidio o “lo suicidaron”.
El recuerdo de esos oligarcas caídos está especialmente presente estos días, cuando los países occidentales ponen sus esperanzas en una revuelta contra Putin. La idea es que si haces daño a los millonarios rusos con sanciones, estos presionarán a Putin para que se retire de Ucrania o forzarán su salida del poder. De momento hay poca evidencia de que esté funcionando. Los oligarcas siguen muy mayoritariamente en la trinchera de Putin.
- El nacimiento de una oligarquía.
Es difícil tener simpatía por los oligarcas rusos, ya que casi todos se han hecho ricos de forma bastante oscura. Jodorkovski, el encarcelado por denunciar la corrupción de Putin, se había enriquecido comprando a precio de saldo una petrolera estatal en tiempos de su amigo Borís Yeltsin: pagó algo más de trescientos millones de dólares por unas acciones valoradas en cinco mil, más de quince veces más. A Berezovski, el ahorcado, sus buenas relaciones con el Kremlin lo llevaron a controlar la aerolínea pública rusa y la principal televisión del país.
Los dos formaban parte de la primera generación de oligarcas rusos, la que hizo su fortuna aprovechándose de la desintegración de la URSS en los años noventa. Como toda la economía soviética había estado en manos del Estado, la nueva Rusia del presidente Yeltsin ideó un plan para empezar a privatizarla: en octubre de 1992, se repartieron entre los rusos 148 millones de vales a cambio de su parte de la propiedad de las empresas públicas.
Esos vales se podían vender, pero no había demasiada gente que estuviera en condiciones de comprar: apenas un puñado de personas tenían dinero, principalmente, las que se habían hecho ricas en el mercado negro soviético, o antiguos líderes comunistas que se habían aprovechado de sus cargos. De esos grupos salieron los primeros oligarcas, que, en una economía destrozada, eran los únicos que podían ofrecer algo de dinero por sus vales a una población desesperada por la inflación. Así se hicieron con la propiedad de las hasta entonces empresas públicas.
Con todo, lo peor estaba por llegar. En 1995, Rusia estaba ahogada por la mala situación económica, y el presidente Yeltsin tenía unas elecciones a la vuelta de la esquina con muy malas perspectivas, así que decidió pisar el acelerador en la marcha hacia el capitalismo. Los oligarcas financiaron su campaña, y, a cambio, el Estado les pidió préstamos usando como garantía las acciones de las empresas públicas más valiosas. Cuando Rusia no pudo devolver el dinero, los oligarcas se las quedaron a precio de ganga.
Solo en noviembre y diciembre de 1995, se hicieron con doce grandes empresas públicas en subastas amañadas y a precios irrisorios. Por ejemplo, dos oligarcas se quedaron con el paquete mayoritario de acciones de la petrolera Sibneft por unos doscientos millones de dólares; solo catorce años después, fue renacionalizada por el Estado y uno de ellos recibió una compensación de más de doce mil millones. Una rentabilidad que, como mínimo, llegó al 3.000%.
- Un nuevo jefe.
Fueron precisamente estos oligarcas los que auparon a Putin al poder. Preocupados por la mala salud de Borís Yeltsin, favorecieron como sucesor a un desconocido exagente del KGB, sin saber que acabaría por ser el verdugo de algunos de ellos y el jefe de casi todos. Berezovski, por ejemplo, puso sus grandes medios de comunicación a su servicio durante su primera campaña presidencial, en 2000. Se aseguró de que las palabras de Putin llegaran a los rusos, pero debió prestar más atención a lo que decía su candidato.
Aunque eran los oligarcas quienes financiaban su partido y su campaña, Putin prometía en las entrevistas que “esa clase que fusionaba el poder y la riqueza dejaría de existir”. Interpretaba hábilmente el desprecio que la población rusa sentía por los oligarcas, a los que se acusaba de haber saqueado la riqueza nacional, de abusar de su posición, de crear violencia e inseguridad... Putin supo usar aquel descontento, pero muchos de los oligarcas creían que era solo palabrería y que podrían controlarlo después de las elecciones.
Semanas después de la victoria de Putin, Berezovski contó al Financial Times que entre él y otros seis millonarios rusos controlaban la mitad de la riqueza del país. Tanto él como el otro gran oligarca de los medios de comunicación, Vladímir Gusinski, habían sido fundamentales en el ascenso de Putin, pero al nuevo presidente no le hacían gracia los programas de humor de sus televisiones, en los que un guiñol le parodiaba. Antes de que acabara el año electoral, uno estaba en la cárcel, el otro había tenido que huir del país y los dos habían perdido su fortuna. Era la primera advertencia.
El propio Putin explicó la nueva situación a los oligarcas cara a cara. Pocos meses después de ser elegido, reunió en el Kremlin a los veintiún hombres más ricos de Rusia para ofrecerles algo parecido a un pacto: tenían que obedecerle y no meterse en política, y, a cambio, seguirían ganando dinero. Algunos salieron de la reunión celebrando la promesa del presidente de no revisar las privatizaciones, pero también con un mensaje claro: con Putin se podían hacer negocios, contra Putin se podía acabar encarcelado, o incluso algo peor.
- Los “hombres fuertes”.
El pacto sigue vivo hoy, pero a aquellos oligarcas de primera generación se les han unido otros durante los últimos veinte años. Son los conocidos como “siloviki”, los “hombres fuertes”. La mayoría provienen del aparato soviético, ya sea del KGB, como el propio Putin, o de las Fuerzas Armadas. Todos ellos le deben al presidente sus enormes riquezas y le son leales. Tal vez el mejor ejemplo sea Igor Sechin.
Sechin es el presidente de Rosneft, la mayor empresa de Rusia y responsable de un 6% del suministro mundial de petróleo. Antes de eso, era el secretario de Putin, cuando este era vicealcalde de San Petersburgo y su amigo personal. Todo indica, además, que, al igual que su jefe, trabajó previamente para el KGB. El valor de su fortuna es desconocido, pero, desde la entrada en vigor de las sanciones de la Unión Europea, le han requisado dos yates: uno en Francia, que costó unos 120 millones, y otro en España, valorado en 450.
Si Sechin ha trabajado con Putin durante cuarenta años, hay oligarcas que le conocen desde hace más tiempo todavía. A Arkady Rotenberg sus padres le obligaron a ir a una clase extraescolar de artes marciales, y coincidir en ella con Putin le cambió la vida: cuando su amigo llegó a presidente, le puso a dirigir una nueva empresa pública que controlaba el 30% del mercado del vodka en Rusia. Al mismo tiempo, él y su hermano fundaron un entramado de compañías que empezaron a recibir contratos a dedo por parte de empresas públicas.
En la riqueza de los nuevos oligarcas, los hombres fuertes, a veces es difícil distinguir qué parte es suya y cuál le están guardando al propio Putin. Algunos expertos estiman la fortuna del presidente ruso en más de 180.000 millones de euros, lo que le situaría casi a la cabeza del famoso ranking de millonarios de la revista Forbes, pero es imposible saberlo con certeza. Su verdadero poder no está en su dinero, sino en su capacidad de controlar el dinero de los demás, es decir, de hundir o elevar al resto de los oligarcas rusos.
El politólogo estadounidense Jeffrey A. Winters, el mayor experto mundial en oligarquías, cree que Putin es un tipo de oligarca muy particular, un sultán: “Los oligarcas en Rusia están domesticados, controlados y limitados por una sola figura muy poderosa, la de Putin”. La oligarquía rusa, como todas las que definió Aristóteles, “mira solo por el interés de los ricos”, pero solo una persona decide quién puede ser rico y quién no: Vladímir Putin.