Por Gonzalo Toca Rey
Guerra en Ucrania
Washington asoma en este mes de abril a Rusia al abismo de la suspensión de pagos, pero la última vez que ocurrió algo parecido Vladímir Putin salió reforzado
Moscú tiene que pagar 2.000 millones de dólares en estas semanas a los acreedores internacionales y sabe que difícilmente puede hacerlo si Estados Unidos no descongela parcialmente las reservas que posee el país de Putin en la primera potencia mundial. Hasta ahora, el Departamento del Tesoro había escogido el camino práctico, que consistía en dejar que Rusia “sacase” solo el dinero necesario para devolver lo que debe y permitir que se extendieran los rumores sobre su eventual quiebra para que sus costes de financiación fuesen cada vez mayores, el rublo se desplomase y la guerra y las sanciones estrangulasen su economía.
A partir del lunes 4 de abril, con la matanza de Bucha clavada en las retinas de los líderes occidentales, el escenario ha dado un giro: Washington se ha negado a descongelar 84 millones de dólares de las cuentas de Rusia para que el país haga frente a los intereses de un bono soberano. Ahora los rusos tienen 30 días para encontrar el dinero si no quieren suspender pagos. Y el deseo del Tesoro parece ser que, como no van a poder recurrir a sus “ahorros” en la primera potencia mundial para abonar la factura, acaben viéndose obligados a recortar el gasto en la guerra de Ucrania para devolver lo que deben a sus acreedores.
La Comisión Europea y la Casa Blanca ya han dicho que la masacre de Bucha les llevará a agravar las mismas sanciones que ya podían haber forzado la quiebra de Rusia si el Tesoro americano no hubiese optado por el pragmatismo. Y por eso, quizá debamos empezar a preguntarnos seriamente si a Occidente le conviene que Moscú bordee la suspensión de pagos. Y una forma de valorarlo es acudir al precedente histórico más inmediato, que se produjo con el impacto político de la crisis financiera de 1998, en la que tuvieron que intervenir el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
Es verdad que esa crisis podría haber sido más abrumadora que la que, en principio, esperan los analistas ahora para Rusia, porque su economía hoy es mucho más fuerte y los precios de las materias primas de los que depende el país se han disparado. También es cierto que Moscú no se enfrentó entonces ni a unas sanciones que, como las de estos meses, pretenden estrangular sus fuentes de ingresos ni a una guerra como la de Ucrania, donde algunas de las principales potencias mundiales juegan en su contra.
De media, en 1997, los salarios de los rusos (descontando la inflación) eran la mitad que en 1991, y solo el 40% de la población activa cobraba íntegramente y a tiempo sus sueldos todos los meses. Mientras tanto, los bancos locales estuvieron a punto de triplicar sus deudas internacionales entre 1994 y 1997, la deuda pública no dejaba de inflarse y el sistema de recaudación de impuestos era un coladero. Así estaban las cosas cuando, a finales de 1997, estalló la crisis económica del este asiático de la que Rusia se contagió con rapidez, el rublo recibió la embestida de grandes ataques especulativos que anticipaban su colapso y el precio de las materias primas del que dependía Rusia inició un brutal desplome.
Los primeros meses de 1998 fueron aterradores. El PIB, que necesitaba crecer al menos un 2% para compensar el aumento de una deuda desbocada, se hundió casi un 5% en 1998 en términos reales, el barril de petróleo llegó a valer la mitad que el año anterior y los tipos de interés se elevaron hasta el 150%. Mientras el banco central dilapidaba sus reservas para evitar el naufragio de las entidades financieras y una tremenda devaluación del rublo, el presidente Borís Yeltsin echó a todo su gobierno a finales de marzo, escogió a un primer ministro de 35 años del que no se fiaban los inversores y, ante la perplejidad de unos mercados nerviosísimos, el Parlamento tardó casi un mes en nombrarlo.
A partir de agosto, ese nuevo primer ministro de Yeltsin tuvo que dimitir y el Estado tuvo que darse por vencido, dejando que el rublo perdiese dos tercios de su valor, frenando los pagos a sus acreedores domésticos y estableciendo una moratoria para los pagos internacionales. Si ahora nos preocupa que la inflación bordee el 10%, recordemos esto: los rusos, muy empobrecidos, tuvieron que hacer frente a un ascenso de los precios que rebasó el 100% entre 1998 y 1999.
- Coronación meteórica.
Este es el contexto en el que se entiende mejor la coronación de Vladímir Putin, que hasta 1999 solo había sido un alto funcionario a las órdenes del presidente Yeltsin y que, cuando este lo nombró primer ministro en agosto de 1999, no parecía que fuese a durar mucho más que los cuatro predecesores que había tenido en el cargo en el último año y medio. Su falta de autonomía parecía clamorosa (era el propio Yeltsin quien nombraba a los ministros del gabinete de Putin) y, además, carecía de una formación política poderosa que lo apoyase en el Parlamento. Tampoco eran muchos los analistas que esperaban la dimisión de Yeltsin el 31 de diciembre de 1999.
Una pregunta interesante es cómo se consolidó Putin tan rápido y pasó de ser un primer ministro casi provisional a convertirse en el sucesor del hombre más poderoso de Rusia. Lo cierto es que, mientras las familias y las empresas intentaban recuperarse del destrozo, el empobrecimiento y los desórdenes asociados a la crisis financiera que acababan de sufrir, una oleada de pánico invadió el país en septiembre de 1999.
Fue entonces cuando se produjeron los atentados contra cuatro bloques de apartamentos en las ciudades rusas de Buynaksk, Moscú y Volgodonsk, y en los que fueron heridas 1.000 personas y fallecieron 300. Aunque la autoría de algunos de los ataques se ha disputado, lo cierto es que para el gobierno y una porción importante de la población rusa no había muchas dudas: eran los terroristas chechenos, los mismos que de una forma u otra estaban sembrando de violencia Daguestán con su apoyo a los separatistas desde el mes de agosto.
Esa incursión en Daguestán y los atentados en los apartamentos permitieron a Putin liderar con extrema dureza la respuesta del Kremlin en la Segunda Guerra de Chechenia, que provocó decenas de miles de muertos entre los civiles chechenos, sobre todo hasta mayo del año 2000. Los terroristas chechenos, como eran islamistas, podían ser presentados no solo como una amenaza para la integridad territorial de Rusia diez años después de la traumática implosión de la Unión Soviética, sino también como un desafío a los valores cristianos con los que muchos rusos se identifican.
Putin cosechó una considerable popularidad gracias a la sensación de pánico y a su victoria en la confrontación militar. También aprovechó aquellos meses para formar y promover el Partido de la Unidad, la nueva plataforma política de Yeltsin, que concentró casi el 25% de los votos y solo quedó por detrás del Partido Comunista en las elecciones parlamentarias del 19 diciembre de 1999.
El mismo día que Yeltsin dimitió, el 31 de diciembre, Putin aprobó un decreto que exoneraba a su valedor y sus familiares de cualquier delito de corrupción. Era un gesto de gratitud hacia un hombre que no solo le había dejado en herencia su despacho sino también su partido, que apoyó, con una agenda conservadora y nacionalista, todas sus decisiones en la Segunda Guerra de Chechenia. Meses después, en marzo, también le ayudó a ganar las elecciones presidenciales con más de un 50% de los votos en la primera vuelta.
Parece difícil discutir que la crisis económica, que derivó en crisis social y política en 1998 y 1999, contribuyó de un modo considerable a que los rusos le diesen su confianza a un halcón como Vladímir Putin y a una formación “ultra” como el Partido de la Unidad. ¿Hasta qué punto cabe esperar que una suspensión de pagos o una crisis como la que ahora se anuncia para Rusia con las sanciones no vayan a fortalecer otra vez a un líder que explota como pocos la guerra, la miseria y el miedo?