Por Diego Sánchez Ancochea
Occupy Wall Street; el movimiento de los indignados en España y las protestas contra la austeridad en Grecia; los triunfos electorales de Trump, Salvini, Erdoğan y el Brexit; la crisis financiera de 2008; la precarización del empleo... Creíamos que las dos primeras décadas del siglo XXI habían sido turbulentas, y justo entonces el estallido del COVID-19 complicó las cosas todavía más. El mundo parece encontrarse en continuo estado de shock, con millones de personas pasándolo mal. Pese a que se ha reducido la pobreza en muchos países y a que el mundo es más rico que nunca, el descontento se extiende por cada vez más países. Millones de personas ven cómo los ricos se hacen cada vez más ricos mientras constatan cómo su calidad de vida se ha quedado estancada. Muchos creen que sus hijos vivirán peor que ellos; sospechan que la economía es una partida trucada y no creen que los políticos vayan a hacer mucho por cambiar la situación. A corto plazo la pandemia desvió nuestra atención sobre el mundo tan desigual que estamos creando, pero este problema ha vuelto rápidamente a ser el titular de nuestras vidas.
Para quienes estudiamos América Latina, la creciente inestabilidad a la que está contribuyendo la desigualdad no constituye una sorpresa. Conocemos bien las catastróficas consecuencias de la concentración de ingresos y de oportunidades en pocas manos. No en vano, en América Latina, una de las regiones más desiguales del mundo, la desigualdad ha contribuido históricamente a un sinfín de problemas, desde el lento crecimiento económico hasta instituciones democráticas débiles y altos niveles de violencia. Populismo, crisis financieras, malos empleos, polarización social... América Latina se ha enfrentado a todos estos problemas desde hace más de un siglo.
Es por esto por lo que decidí escribir este libro. Poco a poco he ido comprendiendo que gran parte del mundo, desde Estados Unidos hasta la India, se parecen cada vez más a la región del mundo que llevo estudiando desde hace años y por la que siento cada vez más pasión. «A medida que algunas sociedades occidentales se han vuelto más latinoamericanas en cuanto a la distribución de los ingresos, también sus políticas se han vuelto más latinoamericanas», escribía en 2019 Martin Wolf en el Financial Times.2 Si uno quiere comprender por qué nuestras economías no consiguen promover el desarrollo de forma sostenida y tienen cada vez más problemas para crear empleos de calidad para todos, por qué nuestra política está básicamente rota y por qué la confianza social flaquea, haría bien en aprender más acerca de los problemas de América Latina.
Distintos acontecimientos acaecidos en el continente en los últimos años han aumentado la relevancia de este libro. Las protestas sociales en Chile y Colombia antes y durante la pandemia, las revueltas indígenas en Ecuador y las tensiones políticas en Bolivia han demostrado una vez más cómo de difícil es construir instituciones democráticas y asegurar el desarrollo económico en entornos con una elevada desigualdad. Estos casos ponen en evidencia también un creciente riesgo en todo el mundo: el de la consolidación de círculos viciosos cada vez más difíciles de romper. A medida que los ricos se vuelven más poderosos, ejercen más control sobre el sistema político, la insatisfacción de la gente es mayor y la inestabilidad económica y social se intensifica, lo que acaba causando una distribución aún más desigual de la renta. No debe sorprendernos si esta clase de círculo es aún más evidente si cabe en mi país, España, donde la desigualdad se acentuó tras la crisis financiera de 2008-2009.
Este libro se vale de la experiencia latinoamericana para mostrar los costes económicos, políticos y sociales de la desigualdad. Veremos cómo grandes brechas salariales entre ricos y pobres pueden ralentizar el desarrollo económico y contribuir a una falta de buenos empleos. Por toda América Latina, los ricos han carecido de incentivos para invertir en nuevos sectores (ya obtienen altos beneficios, en cualquier caso) y no se han mostrado dispuestos a pagar los impuestos necesarios para sostener el gasto público social. La desigualdad ha sido una de las causantes de la debilidad de las instituciones y del surgimiento de políticas antisistema, dado que las clases bajas y medias (las perdedoras de lo que consideran un sistema trucado) han tendido a desconfiar de los partidos políticos tradicionales. Muy a menudo en la historia de América Latina han gravitado hacia líderes que prometían beneficios rápidos basados en soluciones fáciles. La desigualdad también ha tenido unos altos costes sociales: niveles elevados de violencia, segregación urbana, discriminación étnica y falta de confianza social.
Este libro también le permitirá comprender cómo contribuyen los círculos viciosos a perpetuar la polarización de ingresos. No es tan solo que la desigualdad haya moldeado las instituciones políticas y económicas de América Latina; estas instituciones, a su vez, han contribuido a una mayor desigualdad. Por ejemplo, la dualidad del mercado laboral (con grandes diferencias entre buenos y malos empleos) ha dado lugar a crecientes brechas salariales entre trabajadores. Política y economía se han reforzado mutuamente: la desigualdad ha contribuido a la elección de líderes que, en su búsqueda de soluciones fáciles, han acabado desencadenando crisis económicas y, en definitiva, favoreciendo a los ricos. Aunque, antes que nada, el libro constituye una advertencia, también proporciona ideas para cambiar la situación actual. Aprovechando la experiencia latinoamericana, así como debates políticos más amplios, subrayo el vínculo entre ideas, políticas y política. Como se verá, no propongo soluciones radicalmente nuevas, porque ya sabemos mucho de lo que debe hacerse para crear un futuro más equitativo. Debemos reforzar los movimientos sociales y darles más influencia política; debemos tener en cuenta las implicaciones de cualquier propuesta política que propongamos sobre la distribución de la renta; deberíamos mantener nuestra fe en el poder de las instituciones democráticas y rechazar, también, los ideales individualistas dominantes. Esperemos que el modo en que hemos reaccionado a la pandemia del COVID-19 y su estela refuerce estos mensajes.
Espero que los lectores interesados en América Latina encuentren esclarecedora mi explicación sobre el impacto de la desigualdad en la región. De un modo más amplio, el libro debería interesar a todas las personas preocupadas por las sociedades que estamos construyendo hoy en día y en el futuro. Como veremos en los próximos capítulos, la historia de América Latina ofrece un doloroso aviso de los peligros de la concentración de los ingresos y de la urgente necesidad de reducirla. Aun centrado en la distribución del ingreso, el libro tendrá en cuenta en distintas ocasiones su conexión con las desigualdades de género, raza y etnia.
Las siguientes páginas mostrarán cuánto ha aumentado la desigualdad en los países desarrollados en los últimos tiempos, y por qué debería preocuparnos.3 Explico también por qué América Latina es la región a estudiar si queremos comprender los costes a largo plazo de una mala distribución de la renta; asimismo, este capítulo describe las herramientas empleadas en este libro (los estudios de casos) y por qué constituyen un enfoque útil, si bien a veces infravalorado, para interpretar el mundo. Al final enumero los argumentos centrales del libro y reflexiono sobre potenciales maneras de hacer frente a la plaga de desigualdad que estamos sufriendo.
- La desigualdad crece en todos los países... y es incluso mayor en América Latina.
Aquí (en Nantucket, Massachusetts) «uno no se siente mal por querer una botella de buen vino. Si uno pide una botella de 300 dólares en un restaurante, el tipo de la mesa de al lado pide una de 400 dólares», explicaba Michael Kittredge, un empresario con una fortuna estimada de 500 millones de dólares, a un periodista del New York Times, a mediados de los 2000.4 Kittredge formaba parte de la pequeña élite de directores generales, ejecutivos de fondos de cobertura y emprendedores estadounidenses que se benefició de los cambios en las políticas públicas de su país desde comienzos de los años ochenta del siglo pasado. En la última década, el poder y la influencia de esta élite económica se han vuelto incluso más evidentes en la política y los medios de comunicación. En 2013, el presidente Obama advirtió a los estadounidenses de que «la peligrosa y creciente desigualdad y la falta de movilidad social ha puesto en peligro [...] nuestro modo de vida», devaluando la confianza en las instituciones, reduciendo las oportunidades de crecimiento y debilitando la democracia.
Los datos acerca de la concentración de la renta en unas pocas manos, popularizados en el superventas de Thomas Piketty El capital en el siglo XXI, son abrumadores. Se compara la proporción de la renta nacional del 1 por ciento más rico en 1980 y en 2015 en algunos países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). En Estados Unidos, la proporción de ingresos antes de impuestos en manos del 1 por ciento más rico casi se dobló entre inicios de la década de 1980 y la actualidad, pasando del 11 al 20 por ciento. Entre 2000 y 2007, este grupo recibió el 65 por ciento de todo el crecimiento económico generado por el país. En la socialdemócrata Suecia, esa proporción del 1 por ciento privilegiado devino en más del doble en ese mismo periodo, pasando del 4 al 9 por ciento. Estados Unidos y Suecia no constituyen excepciones: en los últimos 25 años, la proporción del ingreso total en manos de los ricos ha aumentado en todos los países desarrollados. Con toda probabilidad, las cosas están empeorando en muchos casos como consecuencia de la pandemia del COVID-19, dado que muchos trabajadores han perdido sus empleos o han visto cómo sus salarios dejaban de aumentar, mientras que los ricos se han beneficiado del incremento de las cotizaciones bursátiles.
La desigualdad en la riqueza (es decir, la brecha en la cantidad de activos como acciones y casas en propiedad de los distintos grupos) es incluso más grande. Hoy en día, el 1 por ciento con más ingresos controla alrededor del 40 por ciento de la riqueza neta estadounidense, comparado con el 25 por ciento de principios de los años ochenta. En la más igualitaria Noruega, la proporción de riquezas controladas por el 1 por ciento más rico ha crecido 7 puntos porcentuales, del 16 a cerca del 23 por ciento. En todo el mundo, los ricos compiten entre sí por las mejores pinturas, yates y palacios en la Riviera francesa. En 2010, mucha gente se escandalizó cuando se vendió un autorretrato de Andy Warhol por 32,6 millones de dólares, más del doble de los 15 millones esperados. No obstante, solo tres años más tarde, otro Warhol alcanzaba la sorprendente cifra de 105 millones de dólares.
El libro superventas Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva demuestra de qué manera contribuye la alta desigualdad a muchos males sociales, como trastornos mentales, abuso de drogas, homicidios y una esperanza de vida más baja.10 También tiene implicaciones negativas en la política: la economía de «todo para el ganador», en la que unos pocos directores de compañías, inversores financieros y profesionales de éxito reciben altas recompensas, ha contribuido también a una política de «todo para el ganador». Esta es una expresión acuñada por los científicos sociales Jacob Hacker y Paul Pierson para describir la hipertrofiada influencia que ejercen los ricos en las decisiones políticas de Estados Unidos, utilizando sus contribuciones a campañas electorales, influencia mediática y cabildeo para imponer medidas que favorecen a las grandes fortunas en áreas como impuestos, reformas de programas sociales y desregulación financiera. En Europa el cabildeo está mucho más restringido, pero la élite económica (y los partidos de derecha) han encontrado alternativas para imponer una agenda reaccionaria. Nada de todo esto resulta sorprendente para aquellos que estudiamos a América Latina. Durante un siglo (si no más) los ricos han controlado una proporción mayor de los ingresos en la región que en cualquier otra parte del mundo. La abrumadora desigualdad de la región se puede ver mejor a través del índice de Palma, propuesto por el economista chileno Gabriel Palma. En varios estudios publicados a lo largo de los últimos años, Palma compara los ingresos del 10 por ciento más rico con los del 40 por ciento más pobre en todo el mundo. En muchos países desarrollados, la proporción oscila en torno a 1:1, es decir, ambos grupos perciben más o menos una misma proporción de ingresos; pero la situación en América Latina es bastante distinta. El índice de Palma promedio en la región es de 2,75:1, es decir, la proporción de ingresos del 10 por ciento más rico es casi tres veces más alta que la del 40 por ciento más pobre. El poder económico de los ricos es especialmente alto en Colombia y Brasil, pese a las notables mejoras en este último país gracias a las políticas desarrolladas por el Partido dos Trabalhadores (PT) durante la década de los 2000.
Es más, estos números subestiman el nivel real de desigualdad porque se han calculado empleando encuestas de hogares: cuestionarios de ingresos y gastos distribuidos regularmente en una pequeña muestra de hogares. Este tipo de encuesta no es especialmente preciso a la hora de medir el nivel de ingresos de los más ricos: en toda sociedad hay unos cuantos individuos ricos que se niegan a responder preguntas acerca de sus ingresos, y que cuando lo hacen, no siempre son sinceros.
Como ya hemos visto en el caso de los países desarrollados, los datos de ingresos basados en impuestos ofrecen una perspectiva más certera de la creciente concentración de ingresos, pero, lamentablemente, este mismo tipo de datos solo existe para unos pocos países latinoamericanos. Los resultados de estos estudios son impactantes: el 1 por ciento más rico controla el 30 por ciento del total de ingresos en Chile y México, y cerca de una cuarta parte en Brasil. Incluso en Argentina y Uruguay, comparativamente en mejor posición, la proporción de ingresos de los ricos sigue siendo alta para los estándares mundiales. Detrás de estos números hay disparidades que se hacen evidentes de muchos modos. Pensemos, por ejemplo, en São Paulo, una ciudad en la que cada día millones de trabajadores sufren un tráfico espantoso (lo habitual es tardar al menos dos horas en llegar al trabajo) mientras 500 helicópteros, más que en ninguna otra ciudad del mundo, llevan a los ricos de una reunión de negocios a la siguiente a toda velocidad. En México, la riqueza de Carlos Slim, propietario de la empresa de telecomunicaciones América Móvil e inversor en conocidas firmas internacionales como el New York Times, equivale al 5 por ciento de la riqueza total del país y podría financiar cuatro veces su presupuesto de Educación.
- Explorar la desigualdad mediante estudios de casos.
En la época del Big Data y de potentes ordenadores, los métodos cuantitativos se han convertido en el enfoque dominante para el análisis de problemas sociales. Se supone que los estudios que exploran las correlaciones entre números son neutrales, porque emplean datos recogidos a través de encuestas independientes; que son fiables, porque se pueden replicar, y que son generalizables, puesto que incorporan información procedente de países y/o periodos distintos. Emplear otras fuentes y metodologías para estudiar asuntos como la desigualdad es algo casi inimaginable para muchos académicos y legisladores.
Pese a su popularidad, este tipo de estudios no carece de problemas dado que muchos de ellos usan los datos de modo acrítico, no comprenden completamente sus fuentes ni reconocen sus limitaciones. La minería de datos no es infrecuente: algunos investigadores buscan relaciones en sus datos sin reflexionar en torno a su significado ni vincularlas a teorías específicas. Más problemático aún es el énfasis en la elaboración de explicaciones lo más sencillas posibles, ignorando sistemáticamente la complejidad de la vida humana y desdeñando los complejos vínculos entre procesos económicos, sociales y políticos. Los estudios de casos constituyen una poderosa alternativa y pueden resolver muchos de estos problemas. Se trata de estudios en profundidad de países, regiones o ciudades, y de otros procesos sociales como revoluciones, transiciones democráticas y «milagros» del desarrollo económico. Los estudios de casos se apoyan en múltiples fuentes, incluyendo libros, memorandos oficiales, entrevistas, artículos de prensa, documentos de archivos y estadísticas. Los investigadores triangulan todos estos datos, comparando y contrastando distintas fuentes con el fin de elaborar explicaciones causales sobre el mundo. Pueden explorar cómo influyen los individuos ricos sobre los políticos, cómo luchan los pobres por derechos sociales o cómo desigualdades políticas y económicas interactúan en países y épocas específicos.
Hay todo tipo de estudios de casos: algunos son comparativos, mientras que otros se apoyan en una sola unidad; el objetivo de algunos es proponer nuevas teorías, otros en cambio se centran en poner a prueba teorías establecidas... y evaluar sus recomendaciones políticas. Debatir acerca de todas estas alternativas distintas exigiría un libro totalmente diferente, pero lo realmente relevante para nosotros es que este tipo de enfoque proporciona una oportunidad única para explicar las complejas relaciones entre distribución de ingresos, democracia y desarrollo a partir de una amplia gama de ejemplos y experiencias.
Este libro emplea el caso de América Latina a fin de explorar las consecuencias de la desigualdad. Para justificar por qué esta elección tiene sentido, es preciso responder a dos preguntas: ¿podemos hablar de «América Latina» como una sola unidad?, y ¿podemos extraer lecciones de la experiencia latinoamericana? No cabe duda de que los países latinoamericanos son diferentes en tamaño (Brasil es 400 veces más grande que El Salvador), en población (Brasil y México, sumados, poseen más gente que todos los demás países juntos), en ingresos (el Producto Interior Bruto [PIB] per cápita de Chile está más cerca del de España que del de Bolivia) y en composición étnica. Sin embargo, comparten suficientes similitudes para que se los agrupe, incluyendo una historia común: todos ellos se convirtieron en colonias de España y Portugal durante el siglo XVI, obtuvieron su independencia durante el siglo XIX y tuvieron que luchar contra obstáculos similares para construir instituciones eficaces. El Estado es más débil que en países desarrollados; la corrupción es un problema endémico; los cambios en normas y regulaciones son comunes, y las políticas públicas, a menudo incoherentes. Siempre han tenido que lidiar con influyentes actores externos, incluido Estados Unidos, y luchar contra la dependencia del extranjero. Los países latinoamericanos comparten también ciertas características culturales, como una lengua común (con la excepción de Brasil, aunque el portugués y el español son lenguas similares) y muchas semejanzas sociales. Son algunos de los países más urbanizados del mundo en desarrollo, y muchos de ellos poseen mayorías no blancas. El hecho de que todos los países latinoamericanos sufren una distribución muy desigual de la renta es especialmente importante para este libro, y relevante de cara a responder la segunda pregunta antes planteada. Obviamente, la desigualdad no es exclusiva de ellos; países en distintos estadios del desarrollo (desde Estados Unidos hasta China o la In-dia) han visto surgir grandes brechas entre los ricos y los pobres en distintos momentos de su historia. Lo que convierte a América Latina en una región única es la persistencia de la desigualdad a lo largo de prolongados periodos de tiempo. Aunque los académicos han tenido acalorados debates acerca de si este problema comenzó en la época colonial o a finales del siglo XIX, existen pocas dudas de que la desigualdad ha sido alta durante décadas.
Pero ¿podemos extraer del ejemplo de América Latina lecciones para otros países y regiones? Muchos lectores se mostrarán escépticos y creerán que la experiencia latinoamericana tiene poco que enseñar en países como Estados Unidos, el Reino Unido o la India. Algunos se preguntarán cómo es posible comparar una región pobre, especializada en minería y petróleo, con países ricos de economías diversificadas y con instituciones fuertes, o pensarán que países estables, con partidos políticos duraderos y democracias consolidadas no tienen nada que aprender de casos extremos. Lo llamativo es que no solemos tener los mismos problemas a la hora de extraer lecciones de la experiencia de países desarrollados. Muy a menudo los estudios acerca de cómo Suecia desarrolló su estado del bienestar, de cómo Estados Unidos fue capaz de introducir innovaciones tecnológicas en distintos momentos de su historia o de qué llevó a Corea del Sur, Taiwán y Singapur a transformar sus economías con éxito concluyen con recomendaciones políticas para otras partes del mundo. En realidad, nuestra comprensión sobre el proceso de desarrollo económico se sigue apoyando en gran medida en nuestra interpretación de la experiencia histórica de los países desarrollados, pese a las obvias diferencias culturales, históricas e institucionales.
Si los países en desarrollo pueden aprender de los desarrollados, deberíamos poder extraer lecciones en sentido opuesto. La experiencia latinoamericana puede ser especialmente relevante dado que son países más antiguos y ricos que muchos otros en el mundo en desarrollo, y que disfrutan de tradiciones democráticas más largas e instituciones mejores. Cuatro de ellos (Chile, Colombia, Costa Rica y México) son miembros de la OCDE, el «club de los países ricos». Además, las sociedades latinoamericanas se han caracterizado históricamente por el tipo de diversidad étnica y dualidad económica que se están convirtiendo en la norma en muchas otras partes del mundo.
- Los argumentos del libro: los costes económicos, sociales y políticos de la desigualdad.
«Aunque la región ha logrado un notable éxito en la reducción de la pobreza en la última década, muestra aún signos de alta desigualdad de ingresos y de rentas, que han constituido obstáculos para un crecimiento económico sostenible y para la inclusión social», proclamaban las jefas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Alicia Bárcena, y Oxfam Internacional, Winnie Byanyima, en 2016.14 Años atrás, en un influyente informe regional, el Banco Mundial advertía de que la desigualdad económica y política habían contribuido al insuficiente desarrollo económico de la región.
En línea con estas declaraciones de instituciones internacionales punteras, este libro demostrará cómo más de un siglo de desigualdad en América Latina ha contribuido a un comportamiento económico deficiente, instituciones políticas débiles y problemas sociales. A su vez, un crecimiento lento, políticas de exclusión, violencia y desconfianza social han reforzado la concentración del ingreso, generando así círculos viciosos.
Varios mecanismos explican estas perniciosas relaciones. En primer lugar, y comenzando por la economía, una pequeña élite que ha controlado siempre una gran proporción de la tierra y los recursos financieros, ha tenido pocos incentivos para aumentar la productividad e invertir en sectores económicos más avanzados. Ciertamente, las élites empresariales se han diversificado en nuevas actividades en distintos momentos históricos, pero en general han sido poco arriesgadas, no especialmente sofisticadas y/o dependientes de los Gobiernos. Esto es aún evidente, por ejemplo, a la hora de analizar la lista de los diez latinoamericanos más ricos, un grupo compuesto por nueve hombres y una mujer procedentes de solo cuatro países (Brasil, Chile, Colombia y México). Sus ingresos proceden de servicios de telecomunicaciones muy regulados (Carlos Slim), finanzas (Jorge Paulo Lemann, Luis Carlos Sarmiento Angulo), procesado de alimentos y bebidas (Marcel Herrmann Telles, Iris Fontbona, Carlos Alberto Sicupira) y minería (Iris Fontbona, Germán Larrea Mota Velasco, Alberto Baillères González). ¿Por qué razón se meterían en nuevos sectores de alta tecnología cuando tienen asegurados unos elevados ingresos en actividades de bajo riesgo? La sistemática carencia de innovación ha ido de la mano con una inversión insuficiente en educación. Ambos procesos, combinados, han contribuido a una cantidad relativamente baja de trabajos bien remunerados. Así, la polarización en el mercado laboral, evidente hoy en día en muchos países desarrollados, ha sido un rasgo característico de América Latina desde hace bastante tiempo. Durante gran parte del siglo XX, la actividad económica se concentraba en grandes plantaciones, minería y cierta producción manufacturera, actividades que generaban un empleo formal limitado con lo que la mayoría de los trabajadores tenían malos empleos, insuficientemente remunerados y sin acceso a beneficios sociales. El proceso de liberalización del mercado impulsado por economistas ortodoxos en las décadas de 1980 y 1990 no cambió la relación negativa entre desigualdad y economía: un grupo reducido de hombres con buenas conexiones (por desgracia, siguen siendo hombres, en su mayor parte) se beneficiaron de la privatización de compañías públicas, mientras que pocas firmas nacionales fueron capaces de competir a escala internacional. Como consecuencia, la economía informal (es decir, trabajos mal pagados y sin beneficios sociales) siguió siendo elevada en todo el continente, desde México hasta Paraguay.
En segundo lugar, la falta de dinamismo económico tiene mucho que ver con el control, por parte de los ricos, de la toma de decisiones políticas: economía y política rara vez pueden separarse. El 1 por ciento más rico ha presionado siempre para pagar menos impuestos: la mayoría de los Estados latinoamericanos perciben menos de lo que deberían en función de su nivel de desarrollo.17 Los impuestos de la renta personal son especialmente bajos: en 2015 representaban menos del 10 por ciento del total de los impuestos, en comparación con casi el 25 por ciento en los países de la OCDE.18 Al mismo tiempo, la mayor parte de las naciones latinoamericanas no gastan suficiente en sanidad pública básica ni educación. Hasta hace muy poco, el apoyo a universidades y a sofisticados hospitales para los ricos era alto, mientras que el gasto en educación primaria y clínicas rurales era insuficiente. Adoptar medidas macroeconómicas efectivas que contribuyan a evitar las crisis financieras también ha sido más difícil debido a la desigualdad.
En tercer lugar, dadas esas políticas de exclusión y la falta de dinamismo económico, no resulta extraño que los ciudadanos hayan apoyado, repetidamente, respuestas populistas. Líderes como Juan Domingo Perón, en la Argentina de las décadas de 1940 y 1950, o, más recientemente, Hugo Chávez, en Venezuela, prometieron crear empleos y dar beneficios sociales adecuados a las clases bajas y medias urbanas. Lamentablemente, sus Gobiernos acabaron implementando políticas económicas insostenibles, y se mostraron reacios o incapaces para enfrentarse sistemáticamente al poder de las élites; esta es una lección que los votantes de los países desarrollados harían bien en recordar.
La desigualdad ha afectado de un modo negativo a la política latinoamericana de muchas otras maneras, contribuyendo a la polarización y reduciendo el espacio para los pactos políticos. La élite nunca se ha mostrado dispuesta a reforzar las capacidades del Estado ni a impulsar medidas anticorrupción eficaces, mientras que los movimientos sociales rara vez han tenido suficiente poder como para impulsar agendas reformistas. La inestabilidad de Brasil en los últimos años constituye un ejemplo perfecto de los vínculos negativos entre instituciones débiles, corrupción y el conflicto político provocado por la desigualdad. Bajo las presidencias de Lula y Rousseff, el Estado implementó políticas de redistribución que favorecieron a los pobres, pero no lograron impulsar la transparencia o reducir la corrupción. Las fuerzas conservadoras (que en Brasil siempre han protegido a los ricos) aprovecharon este fracaso para desmantelar la mayoría de las políticas progresistas, deteniendo la reducción de la desigualdad.
En cuarto lugar, la desigualdad ha estado también vinculada a distintos problemas sociales, desde la violencia hasta la desconfianza social. América Latina no solo es la región más violenta del mundo, sino también en la que las personas son más desconfiadas; estos problemas se explican, al menos en parte, por las grandes brechas de ingresos. La alta desigualdad de ingresos está también vinculada a disparidades en muchas otras dimensiones, incluidos el género y la etnia, y ha contribuido a la segregación urbana y a la discriminación racial y étnica. Estos problemas sociales, a su vez, han impedido la creación de alianzas entre la clase media y las clases bajas, alianzas necesarias para implementar políticas públicas más redistributivas.
En resumen, la experiencia latinoamericana muestra el impacto negativo de las brechas de ingresos en la economía (al causar bajas inversiones, especialmente en sectores dinámicos y capital humano, y crisis económicas periódicas), en la política (al contribuir a democracias débiles e impulsar políticas personalistas) y en el tejido social (contribuyendo a la violencia, la desconfianza social y la falta de cohesión). La historia de la región también demuestra cuán probable es que la desigualdad persista en el tiempo, reduciendo aún más las oportunidades de crear sociedades dinámicas e integradas.
Lo que hace especialmente relevante el debate actual en torno a América Latina es que problemas similares son cada vez más evidentes en muchos otros países. Desigualdad, un mercado laboral dual, crisis financieras e inestabilidad política se encuentran al alza en todo el mundo. Países ricos como Estados Unidos se parecen cada vez más a América Latina, y si no invierten esta dinámica, podrían sufrir muchas de las mismas interacciones negativas antes o después. Lamentablemente, combatir los costes de la desigualdad será cada vez más difícil: América Latina demuestra que invertir la brecha entre ricos y pobres se hace cada vez más difícil precisamente debido a estos procesos de retroalimentación negativos, políticos y económicos.
El debate en este libro podría ser también relevante para grandes economías emergentes como China y la India. En los últimos años, ambos gigantes asiáticos han crecido rápidamente mientras experimentaban una concentración creciente de ingresos en la élite. En consecuencia, están experimentando el tipo de políticas impulsadas por las élites, así como el debilitamiento institucional, que ha sido evidente en América Latina durante más de un siglo. Si sus economías se ralentizan (como consecuencia, por ejemplo, de la pandemia del COVID-19), los impactos negativos de la desi gualdad de ingresos se harán más evidentes y crearán el caldo de cultivo para el resentimiento social. También en otras partes del mundo en desarrollo la desigualdad es ya una fuente de primer orden para explicar las tensiones políticas y económicas crecientes.
- ¿Hacia dónde nos dirigimos? Algunas lecciones latinoamericanas.
Este libro constituye sobre todo una advertencia: aprovecha la experiencia de América Latina para subrayar los costes políticos y económicos de la desigualdad. Círculos viciosos de elevada desigualdad, bajo rendimiento económico y políticas antisistema pueden convertirse fácilmente en la norma, más que en una excepción, y serán muy difíciles de revertir. Si no actuamos ahora, las cosas pueden ir de mal en peor a lo largo del siglo XXI.
Y, sin embargo, la historia de América Latina ofrece también lecciones en positivo ya que la región se ha convertido en cuna de ideas progresistas que ofrecen perspectivas únicas en cuanto a desigualdad y exclusión. Horrorizados por su experiencia cotidiana, economistas, sociólogos, teólogos y educadores han elaborado originales teorías y presionado a favor de ambiciosas políticas reformistas. Además, algunos de los movimientos sociales más activos y creativos del mundo se encuentran en América Latina, desde el Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra (MST) de Brasil hasta el movimiento cocalero y su partido político, el Movimiento Al Socialismo (MAS), en Bolivia. Aunque no han conseguido reducir la desigualdad tanto como les habría gustado, los activistas latinoamericanos pueden enseñar mucho a activistas de otras partes del mundo, mostrando, por ejemplo, la importancia de presionar desde abajo a Estados indiferentes, la necesidad de vincular las luchas local y nacional, lo útil que resulta conectar necesidades concretas con agendas de desarrollo más amplias y la relevancia de construir coaliciones de clase transversales. Los movimientos latinoamericanos han tenido también un extraordinario éxito a la hora de combinar técnicas tradicionales de movilización con el uso de las redes sociales.
La reciente trayectoria de América Latina ofrece también cierta esperanza para el optimismo: se puede reducir la desigualdad incluso en este periodo de globalización neoliberal y en entornos gubernamentales difíciles. Entre 2003 y 2013, la mayoría de los países latinoamericanos mejoraron su distribución de los ingresos, justo en un momento en el que las brechas se incrementaban en el resto del mundo. Parte de las razones de esta reciente mejora no son especialmente relevantes para las economías ricas, pero podrían serlo para países en desarrollo. En algunos países latinoamericanos los pobres obtuvieron derechos sociales por primera vez en la historia, lo que llevó a un rápido incremento en sus ingresos. El poder de la competición electoral para impulsar ciertos niveles de inclusión es una segunda lección útil.
Otras lecciones son igual de relevantes para países desarrollados como para países en desarrollo, incluyendo los esfuerzos emprendidos por algunos Gobiernos para unificar los beneficios sociales recibidos por diferentes personas. En Uruguay, por ejemplo, se modernizó el sistema de sanidad pública de modo que todos los ciudadanos —tanto los que contribuían a financiar la seguridad social como los que eran parte del sistema— recibiesen el mismo paquete de beneficios. La llegada de un Gobierno de izquierda con un compromiso histórico con la equidad y vínculos con movimientos sociales explica —al menos en parte— esta reforma. Uruguay implementó, además, un sistema nacional de cuidados, que proporciona ayuda, simultáneamente, a los ancianos necesitados y a niños en edad preescolar.
En Brasil, el esfuerzo por formalizar muchos trabajos de baja cualificación, conjuntamente con incrementos sostenidos del sueldo mínimo, contribuyeron a una rápida mejora de la distribución de la renta. Entre 2002 y 2008, la proporción de trabajadores en empleos formales se incrementó en 6 puntos porcentuales. El crecimiento económico explica, en parte, esta tendencia positiva, pero las políticas progresistas (como la simplificación impositiva para pequeñas empresas y el aumento de inspecciones laborales) fueron también importantes. El esfuerzo por incrementar la formalización laboral fue de la mano de una rápida expansión del salario mínimo, que pasó de 263 reales en 2000 a 465 en 2009.21 Así pues, la experiencia brasileña pone en cuestión el tan repetido argumento de que los salarios mínimos tienen un impacto negativo en la creación de empleo.
Los años 2000 en América Latina demuestran, así, que incluso en entornos de instituciones débiles, las políticas estatales importan en la lucha contra la desigualdad y que hay más opciones políticas que las habitualmente reconocidas. Es evidente que no hay que exagerar los recientes éxitos de América Latina dado que la desigualdad sigue siendo alta en toda la región y su reducción ha sido moderada. Es más: las recientes mejoras no han podido mantenerse y ahora que las economías latinoamericanas están creciendo menos, la reducción de la brecha de ingresos también se ha ralentizado.
Los países, tanto en América Latina como en el resto del mundo, deben moverse urgentemente para impulsar la equidad. Este libro concluye con un análisis de las políticas públicas y los procesos políticos necesarios para que esto suceda. La lucha contra la desigualdad exigirá esfuerzos concertados en muchas áreas, desde los impuestos a las grandes fortunas hasta la regulación financiera, desde democracias más fuertes hasta políticas sociales más ambiciosas. De forma más profunda, exigirá reimaginar qué es una buena sociedad, pasando de nuestro actual foco en el individualismo y la meritocracia a abrazar la solidaridad y la comunidad en todo el mundo. ¿Facilitará la pandemia del COVID-19 este proceso, o creará más obstáculos para lograrlo?
- El resto del libro.
El resto del libro ilustra la relación negativa entre desigualdad, desarrollo económico e instituciones políticas en América Latina. Muestro cómo está relacionada la brecha entre ricos y pobres con resultados económico-políticos negativos, y cómo estos resultados, a su vez, retroalimentan una distribución aún peor de las rentas. Todos los capítulos relacionan la experiencia latinoamericana a la situación actual de los países de la OCDE. Por ejemplo, documento cómo problemas económicos como un mercado laboral dual o las crisis financieras son cada vez más evidentes en las sociedades en las que la brecha salarial se expande. Aunque las comparaciones se centran principalmente en Estados Unidos, el Reino Unido y los países del sur de Europa, como España y Portugal, las conclusiones se extienden a muchos otros países.
En el capítulo 3 analizo los vínculos e interacciones entre desigualdad y resultados económicos, mostrando cómo una mala distribución de ingresos ha sido la causa de una falta de educación de calidad y ha contribuido también a la consolidación de economías duales e insuficientes inversiones en actividades de alta tecnología. Los sectores dinámicos no han cambiado mucho durante el último siglo, en parte porque los ricos tenían escasos incentivos para invertir en sectores que por su naturaleza son más arriesgados. Por el otro extremo, el empleo informal con poca productividad ha crecido, proporcionando malos puestos a millones de trabajadores que no han tenido suficientes recursos para innovar. También muestro cómo la desigualdad puede haber estado conectada a bajas tasas impositivas y a medidas macroeconómicas insostenibles en diferentes momentos históricos, y cómo esto ha contribuido a las crisis financieras: algo muy similar a la experiencia estadounidense de hace un decenio. El capítulo 4 trata de los vínculos entre desigualdad y política. Demuestro cómo las políticas de «todo para el ganador» que caracterizan actualmente a Estados Unidos aparecieron mucho tiempo antes en América Latina, donde los ricos siempre han ejercido una influencia exagerada sobre los Gobiernos democráticos. En ocasiones, las élites latinoamericanas han llegado a apoyar golpes de Estado militares y Gobiernos autoritarios.
Probablemente de mayor interés para muchos lectores sea la conexión entre desigualdad y populismo, un término problemático que utilizo para referirme a «políticos antisistema» que construyen conexiones directas con el electorado. Históricamente, la aparición de líderes populistas ha sido consecuencia directa del descontento popular con el sistema político y con la concentración de ingresos y riqueza. Algunos populismos latinoamericanos mejoraron el nivel de vida de grandes franjas de las clases medias y de las más pobres (algo que el presidente Trump nunca intentó) pero su impacto positivo se demostró insostenible. En lo político, erosionaron el sistema de partidos, redujeron las oportunidades de debates razonados sobre medidas y debilitaron las instituciones democráticas, y en lo económico, los Gobiernos populistas a menudo redistribuyeron los ingresos de modos insostenibles, contribuyendo así al caos económico. ¿Presenciaremos los mismos problemas, en el futuro, en países ricos? El capítulo 5 explora los costes sociales de la desigualdad empezando por la compleja relación entre violencia y desigualdad. Si bien los niveles de delincuencia de América Latina poseen numerosas raíces, muestro cómo grandes brechas entre comunidades pobres (donde millones de jóvenes se sienten marginados) y comunidades ricas son un factor importante. En América Latina la desigualdad también ha contribuido a la segregación urbana y a la fragmentación de servicios sociales. Por desgracia, los ricos rara vez comparten hospitales y escuelas con la clase media-baja y baja, lo que dificulta aún más la cohesión social. El capítulo explora también de qué manera se refuerzan mutuamente la discriminación étnica y racial y la desigualdad de ingresos. Todos estos problemas han contribuido a una falta de confianza social (la confianza que la gente tiene en sus vecinos y en las instituciones públicas), creando sociedades en las que cada individuo se cuida solo de sí mismo y le cuesta cooperar con los demás. En sociedades como esta, las oportunidades para crear el tipo de coaliciones entre las clases baja y media necesarias para desarrollar programas sociales de redistribución se ven muy reducidas, un problema que se va viendo gradualmente en otras partes del mundo.
El capítulo 6 pasa a mostrar las lecciones positivas que puede enseñar América Latina. La alta desigualdad ha contribuido a que surjan ideas progresistas y movimientos sociales. Desde la teoría económica estructuralista hasta la Teología de la Liberación católica o desde los zapatistas mexicanos hasta el movimiento estudiantil chileno, el dinamismo de la región puede inspirar a activistas de todo el planeta. El capítulo discute también la moderada mejora en la distribución de ingresos que tuvo lugar en América Latina en los años 2000. La historia es bien conocida entre los expertos en la región, pero ignorada por el resto. La trayectoria reciente de América Latina es paradójica: una de las regiones más desiguales mejoraba precisamente en un momento en el que el resto del planeta (desde Estados Unidos hasta el Reino Unido y China) experimentaba una creciente concentración de rentas en el extremo superior. Tras resumir los principales argumentos del libro, el último capítulo hace una serie de propuestas para invertir la tendencia. ¿Qué ideas deberían guiar nuestra lucha en el futuro? ¿Qué medidas deberíamos impulsar? ¿Y qué tipo de actores políticos y de coaliciones sociales necesitamos de cara a implementar estas medidas para un cambio político sostenido? El capítulo explícitamente rechaza ideas simplistas o «revolucionarias»; en realidad, ya sabemos bastante de lo que debemos hacer. Los países tienen que mejorar la distribución del capital humano y de las rentas, redistribuir el poder dentro de los mercados clave, aumentar la regulación financiera y mejorar (o adoptar por primera vez) programas sociales universales. Evidentemente, la implementación de una agenda tan ambiciosa solo se puede dar bajo las condiciones políticas adecuadas, incluyendo democracias más profundas, partidos progresistas renovados y movimientos sociales más fuertes.
Antes de hablar de costes y soluciones, déjenme contarles un poco más acerca de las características de la desigualdad en América Latina: cuándo comenzó, qué sabemos de su evolución a lo largo del tiempo y en qué niveles está hoy en día. Así, el próximo capítulo examinará la gravedad de los problemas de distribución de esta región y mostrará su relevancia para el resto del mundo en el futuro.
Extraído de:
'El coste de la desigualdad. Lecciones y advertencias de América Latina para el mundo' (editorial Ariel) de Diego Sánchez Ancochea